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los grandes nudillos y las líneas de la palma. Vio sangre bajo sus uñas como
                marcas de culpabilidad.
                   --¿Y bien? Estoy esperando -dijo al arrojar la toalla ensangrentada hacia el
                toallero.
                   Había sangre... sangre por todas partes... y su padre no la veía.
                   --Papá...
                   No tenía idea de lo que ocurriría a continuación, pero su padre la interrumpió:
                   --Me preocupas, Beverly -dijo-. No vas a crecer nunca, Beverly. Te pasas
                correteando por ahí, no haces nada en la casa, no sabes cocinar, no sabes coser.
                Te pasas la mitad del día en las nubes, con la nariz metida en un libro y la otra
                mitad con majaderías. Me preocupas.
                   Su mano le dio una dolorosa palmada en la nalga. Ella soltó un grito sin dejar de
                mirarlo fijamente. Él tenía una pequeña salpicadura en la poblada ceja derecha.
                "Si la miro fijamente terminaré por volverme loca y ya nada de esto importará",
                pensó.
                   --Me preocupas mucho -agregó él y la golpeó otra vez, con más fuerza, por
                encima del codo.
                   Al día siguiente Beverly tendría un gran moretón entre amarillento y purpúreo.
                   --Muchísimo -dijo él, lanzándole un derechazo al estómago.
                   Contuvo el puño en el último instante, por lo que Beverly perdió sólo la mitad del
                aliento. Se dobló en dos, jadeando, con los ojos llenos de lágrimas. El padre la
                miraba, impasible. Se metió las manos ensangrentadas en los bolsillos del
                pantalón.
                   --Tienes que crecer, Beverly -dijo con tono amable y condescendiente. ¿No te
                parece?
                   Ella asintió. Le palpitaba la cabeza. Lloró en silencio. Si sollozaba, iniciando lo
                que su padre llamaba "gimoteos de bebé", no haría sino enfurecerlo. Al Marsh
                había pasado toda su vida en Derry; a quien quisiera saberlo (y a veces a quien no
                tenía interés) decía que allí pensaba ser enterrado, con un poco de suerte, a la
                edad de ciento diez años. "No hay motivo para que no viva eternamente -solía
                decir a Roger Aurlette, quien le cortaba el pelo una vez al mes-. No tengo vicios."
                   --Y ahora explícate -ordenó-, y que sea breve.
                   --Había... -Beverly tragó saliva-. Había una araña. Una araña grande, gorda,
                negra. Salió... salió arrastrándose del desagüe y... creo que volvió a meterse.
                   --¡Ah! -El padre sonrió, como si esa explicación lo complaciera-. ¿Era eso? Si
                me lo hubieras dicho, Beverly, no te habría pegado. Todas las niñas tienen miedo
                a las arañas. ¡Maldición! ¿Por qué no me lo dijiste?
                   El se inclinó hacia el agujero; Beverly tuvo que morderse los labios para no gritar
                una advertencia... pero otra vez hablaba, dentro de ella, una voz horrible, que no
                podía ser parte de su persona sino la voz del mismo diablo: "Deja que se lo lleve,
                si lo quiere. Deja que lo arrastre hacia abajo. Mira lo que te sacarás de encima."
                   Volvió la espalda a aquella voz, horrorizada. Permitir que ese pensamiento se
                quedara en su cabeza, siquiera por un instante, la condenaría al infierno, sin duda
                alguna.
                   Él miraba hacia el ojo del desagüe. Sus manos chapoteaban en la sangre que
                manchaba el lavabo y Beverly tuvo que luchar sombríamente con sus náuseas. Le
                dolía el estómago allí donde el padre la había golpeado.
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