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--No vi ninguna araña. Ojalá pudiéramos comprar un linóleo nuevo para ese
baño. -Miró al cielo azul y sin nubes-. Dicen que cuando una mata a una araña,
viene lluvia. No la mataste, ¿verdad?
--No -aseguró Bev-, no la maté.
La madre volvió a mirarla, con los labios apretados.
--¿Segura que no hiciste enfadar a tu padre anoche?
--¡Segura!
--Bewie... ¿alguna vez te toca?
--¿Qué? -Beverly miró a su madre, perpleja. Dios, su padre la tocaba todos los
días-. No entiendo qué...
--No importa -cortó Elfrida-. No te olvides de sacar la basura. Y si esos cristales
quedan manchados, no solo con tu padre te las verás.
--No me
(¿alguna vez te toca?)
olvidaré.
--Y vuelve antes de que oscurezca.
--Sí.
(él)
(se preocupa mucho)
Elfrida se fue. Beverly volvió a su cuarto para seguirla con la vista hasta la
esquina, como a su padre. Cuando estuvo segura de que su madre iba,
definitivamente, en camino hacia la parada del autobús, sacó el balde, el
limpiacristales y algunos trapos de bajo el fregadero. Volvió a la sala y empezó
con las ventanas. El apartamento parecía demasiado silencioso. Cada vez que
crujía el suelo 0 se golpeaba una puerta, daba un respingo. Cuando alguien hizo
correr el agua en el inodoro de los Bolton, en el piso contiguo, Beverly soltó una
exclamación que era casi un grito.
Y no podía dejar de vigilar la puerta cerrada del baño.
Por fin se acercó, la abrió otra vez y miró adentro. Su madre lo había limpiado
esa mañana y la mayor parte de la sangre acumulada bajo el lavabo había
desaparecido, al igual que las marcas del borde. Pero aún quedaban vetas
marrones secándose en la pileta misma, manchas y salpicaduras en el espejo y el
empapelado.
Mientras contemplaba su pálida imagen se dio cuenta, con súbito y supersticioso
miedo, de que la sangre del espejo causaba el efecto de que era su propia cara la
que sangraba. Volvió a pensar: "¿Qué voy a hacer con esto? ¿Me he vuelto loca?
¿Me lo estoy imaginando?"
De pronto, el sumidero emitió una risa gorjeante.
Beverly lanzó un alarido y salió dando un portazo. Cinco minutos después, las
manos aún le temblaban tanto que estuvo a punto de dejar caer la botella de
limpiacristales mientras limpiaba las ventanas de la sala.
5.
Eran cerca de las tres de la tarde cuando Beverly Marsh, con el apartamento
cerrado y la llave en el bolsillo de sus vaqueros, cogió por Richard Street un paso