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Ben reía tanto que no pudo mantenerse en pie y se sentó, pesadamente, en un
cubo de la basura, Su mole hundió la tapa y lo hizo caer de lado. Eddie lo señaló,
aullando de risa, mientras Beverly lo ayudaba a levantarse.
Una ventana se abrió encima de ellos.
--¡Marchaos de aquí, chicos! -chilló una mujer-. ¡Hay gente que trabaja de
noche, recuerden! ¡Esfumaos!
Sin pensar, los tres se cogieron de la mano, con Beverly en el medio, y corrieron
hacia Center Street. Todavía iban riendo.
6.
Unieron sus recursos y descubrieron que tenían cuarenta centavos; lo suficiente
para dos batidos. Como el señor Keene era un ogro y no quería que los chicos
menores de doce años se quedaran en el mostrador de refrescos (aseguraba que
los juegos mecánicos de la trastienda podían corromperlos), se llevaron los
batidos en dos vasos de cartón encerado hasta el parque Bassey y se sentaron en
la hierba para beberlos. Ben tenía uno de café y Eddie había pedido frambuesa.
Beverly se sentó entre los dos con una pajita para probar de los dos, como una
abeja en las flores. Se sentía otra vez bien, por primera vez desde que el desagüe
había vomitado su borbotón de sangre la noche anterior. Deshecha y
emotivamente exhausta, pero bien, en paz consigo misma.
--No sé qué le pasó a Bradley -dijo Eddie, por fin, con tono de azorada apología-.
Nunca se había puesto así.
--Tú me defendiste -dijo Beverly y repentinamente besó a Ben en la mejilla-.
Gracias.
Ben volvió a ponerse escarlata.
--No hiciste trampas -murmuró, y se bebió la mitad de su batido de café en tres
largos sorbos. A eso siguió un eructo tan fuerte como un disparo de rifle.
--¿Te queda algo dentro? -preguntó Eddie.
Beverly rió a carcajadas sujetándose el vientre.
--Basta -rogó-. Me duele el estómago. Basta, por favor.
Ben sonreía. Esa noche, antes de dormir, reviviría una y otra vez el momento en
que ella lo había besado.
--¿Te encuentras bien? -preguntó.
Ella asintió.
--No fue por él. En realidad, no me importó lo que dijo de mi madre. Fue por algo
que me pasó anoche. -Vaciló, mirando a Ben, a Eddie, a Ben otra vez-. Tengo...
tengo que contárselo a alguien o enseñarlo o algo así. Creo que me eché a llorar
porque tengo miedo de estarme volviendo majareta.
--¿De qué estáis hablando, chiflados? -preguntó una voz.
Era Stanley Uris, como siempre, menudo, delgado y demasiado limpio para sus
once años escasos. Con su camisa blanca, pulcramente remetida en los vaqueros
bien lavados, el pelo peinado y sus zapatillas impecables parecía el adulto más
pequeño del mundo. En ese momento sonrió, rompiendo la ilusión.
"Ella se callará lo que iba a decir -pensó Eddie-, porque Stan no estaba aquí
cuando Bradley insultó a su madre."