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Por fin Stanley retrocedió, contemplando el baño con el aire crítico del chico en
                quien la pulcritud y el orden no son, simplemente, algo inculcado, sino innato y
                dijo:
                   --Creo que no se puede hacer más.
                   Aún quedaban leves rastros de sangre en una parte del empapelado, donde el
                papel estaba tan desgastado que Stanley no se había atrevido sino a tocarlo con
                suavidad Sin embargo, aun allí la sangre había perdido su anterior fuerza
                ominosa; era poco más que una mancha en tono pastel, sin significado.
                   --Gracias -dijo Beverly a todos. No recordaba haber dicho nunca esa palabra con
                tanta sinceridad-. Gracias a los tres.
                   --De nada -murmuró Ben. Por supuesto, se había ruborizado otra vez.
                   --No tiene importancia -repuso Eddie.
                   --Vamos a ocuparnos de estos trapos -apuntó Stanley.
                   Su rostro era decidido, casi severo. Más adelante, Beverly pensaría que tal vez
                sólo Stanley comprendió que acababan de dar otro paso hacia una confrontación
                inconcebible.



                   9.

                   Llenaron una taza de jabón en polvo y la vertieron en un frasco de mayonesa
                vacío. Bev buscó una bolsa de papel para poner los trapos ensangrentados y los
                cuatro bajaron a la lavandería automática, en la esquina de Main y Cony Street.
                Dos manzanas más allá se veía el canal centelleando en el sol de la tarde.
                   En la lavandería sólo había una mujer con uniforme de enfermera que esperaba
                junto a una secadora. Miró con desconfianza a los cuatro niños, pero enseguida
                volvió a su edición de bolsillo de La caldera del diablo.
                   --Agua fría -dijo Ben, en voz baja-. Dice mi madre que la sangre se lava con
                agua fría.
                   Metieron los trapos en la lavadora mientras Stan cambiaba sus dos monedas de
                veinticinco. Volvió y se quedó observando a Bev que echaba el jabón en polvo
                sobre los trapos y cerraba la puerta del aparato. Luego puso dos monedas de diez
                en la ranura y lo puso en funcionamiento.
                   Beverly había colaborado con casi todas sus monedas ganadas en el juego para
                comprar los batidos, pero aún encontró cuatro más en el fondo del bolsillo
                izquierdo. Las sacó para ofrecérselas a Stan, que puso cara de ofendido.
                   --Jo, invito a una chica a la lavandería y quiere pagar su parte.
                   Beverly rió.
                   --¿Estás seguro de que no quieres?
                   --Seguro -afirmó Stan-. La verdad, Beverly, me duele gastar esos cuarenta
                centavos, pero estoy seguro.
                   Los cuatro fueron a la hilera de sillas de plástico y allí se sentaron, sin hablar. La
                lavadora chapoteaba con los trapos en el interior. Abanicos de burbujas
                resbalaban contra el grueso vidrio del ojo de buey. Al principio, las burbujas eran
                rojizas y Bev se sintió algo descompuesta al verlas, pero descubrió que le costaba
                apartar la vista. La espuma sanguinolenta poseía una horrible fascinación. La
                enfermera los miraba cada vez con más frecuencia por encima del libro. Tal vez
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