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había temido que se mostraran demasiado bulliciosos, pero de pronto su silencio
                la ponía nerviosa. Cuando la secadora acabó, sacó sus prendas, las dobló, las
                puso en una bolsa de plástico y se fue, dedicándoles una última mirada de
                desconcierto.
                   En cuanto se hubo marchado, Ben dijo, con aspereza:
                   --No eres la única.
                   --¿Qué? -inquirió Beverly.
                   --Que no eres la única -repitió Ben-. Mira...
                   Se interrumpió para mirar a Eddie, que hizo un gesto de asentimiento. Miró
                también a Stan y el chico puso cara de desdicha, pero acabó por encogerse de
                hombros y asintió también.
                   --¿De qué me estáis hablando? -preguntó Beverly. Estaba cansada de que todo
                el mundo le dijera cosas inexplicables ese día; apretó con fuerza el brazo de Ben-.
                Si sabéis algo de esto, decídmelo.
                   --¿Quieres contarle tú? -preguntó Ben a Eddie.
                   Kaspbrak sacudió la cabeza. Sacó el inhalador del bolsillo y lo utilizó.
                   Ben, hablando con lentitud y eligiendo sus palabras, contó a Beverly cómo había
                conocido a Bill Denbrough y a Eddie Kaspbrak en Los Barrens, al terminar las
                clases, hacía casi una semana, por mucho que costara creerlo. Le habló del dique
                que había construido allí, al día siguiente y repitió la historia de Bill sobre la
                fotografía de su hermano muerto que había vuelto la cabeza para guiñarle un ojo.
                Contó su propia aventura con la momia que caminaba sobre el hielo del canal, en
                pleno invierno, con globos que flotaban contra el viento. Beverly lo escuchaba todo
                con creciente horror, sintiendo que se le agrandaban los ojos, que sus manos y
                sus pies se enfriaban.
                   Ben quedó en silencio, mirando a Eddie. Eddie, después de aplicarse otra
                sibilante bocanada de su inhalador, narró nuevamente la historia del leproso,
                hablando con tanta celeridad como Ben lo había hecho con lentitud; sus palabras
                tropezaban entre sí en su urgencia por acabar de una vez. Terminó con un
                pequeño sollozo, pero esa vez no lloró.
                   --¿Y tú? -preguntó ella, mirando a Stan Uris.
                   --Yo...
                   Hubo un súbito silencio que los sobresaltó a todos, tal como había podido
                hacerlo una súbita explosión.
                   --Los trapos están lavados -dijo Stan.
                   Lo vieron levantarse y abrir el lavarropas. Sacó los estropajos que estaban
                apelotonados en un manojo y los examinó.
                   --Queda una manchita -dijo-, pero no se nota demasiado. Podría pasar por zumo
                de uva.
                   Todos asintieron gravemente, como ante documentos importantes. Beverly sintió
                un alivio similar al que había experimentado al ver el baño otra vez limpio. Así
                como podría soportar la mancha desteñida en el raído empapelado, también
                podría soportar la leve mancha rojiza en los trapos de su madre. Había hecho algo
                para solucionarlo y eso parecía lo más importante. Aunque no hubiera resultado
                del todo, bastaba para confortarle el corazón. Y eso era suficiente para la hija de
                Al Marsh.
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