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nimias funciones que cumplía. Según el padre de Stan, antes de que se acabara
el dinero pensaban volver a instalar allí la estatua del soldado.
--Prefiero el baño para pájaros, papá -había dicho Stan.
El señor Uris le revolvió el pelo.
--También yo, hijo. Más baños para pájaros y menos balas; ese es mi lema.
En la parte alta de ese pedestal había una frase tallada en la piedra. Stanley no
le encontró sentido; las únicas palabras latinas que entendía eran las
clasificaciones de géneros de su libro sobre aves. "Apparebat eidolon senex.
Plinio", rezaba la inscripción.
Stan se sentó en un banco, sacó su álbum de aves y volvió las páginas hasta
encontrar, una vez más, la fotografía de esa variedad de cardenales; la repasó
hasta familiarizarse con los detalles. era difícil confundir al macho con otro pájaro,
pues era rojo como un coche de bomberos. Pero Stan era un chico meticuloso;
esas cosas fortalecían su sensación de pertenecer al mundo. Por eso estudió la
fotografía durante largos tres minutos antes de cerrar el libro (la humedad del aire
estaba enroscando las esquinas de las hojas) y ponerlo otra vez en la bolsa. Sacó
los binoculares del estuche y se los llevó a los ojos. No había necesidad de
ajustarlos, ya que la anterior ocasión los había usado en ese mismo sitio.
No se movió. No se levantó para pasearse ni dirigió los binoculares de un lado al
otro para descubrir otras cosas. Permaneció quieto, con los binoculares enfocando
el baño de pájaros mientras la llovizna caía sobre su impermeable amarillo.
No se aburría. Miraba hacia abajo, hacia aquel equivalente de una convención
avícola. Cuatro gorriones pardos estuvieron allí un rato hundiendo el pico en el
agua y arrojándose gotas sobre sus lomos. Después vino un azulejo, como un
policía que disolviera un grupo de alborotadores. En las lentes de Stan el azulejo
era tan grande como una casa y sus gorjeos amenazadores sonaban
absurdamente débiles en comparación. Los gorriones se alejaron. El azulejo, ya
en dominio de todo, se pavoneó en el sitio, bañándose;acabó por aburrirse y alzó
el vuelo. Volvieron los gorriones, pero se alejaron otra vez al llegar un par de
petirrojos para bañarse y (tal vez) discutir asuntos importantes.
El padre de Stan se había reído ante la vacilante sugerencia de Stan de que, tal
vez, los pájaros hablaban. Seguramente el padre tema razón al decir que los
pájaros no poseían inteligencia suficiente para hablar, que sus cerebros eran
demasiado pequeños. Pero, por Dios, parecían estar conversando.
Se les unió un pájaro nuevo. Era rojo. Stan se apresuró a ajustar los binoculares.
¿Era...? No. Era una tanagra escarlata; buen pájaro, pero no el cardenal que él
estaba buscando. Se le unió un carpintero que visitaba con frecuencia el Memorial
Park. Stan lo reconoció por el ala derecha desgarrada. Como siempre, se
preguntó qué podía haberle pasado; una escapada por un pelo de las garras de un
gato parecía la explicación más probable. Iban y venían otros pájaros. Stan vio un
grajo, torpe y feo, un mirlo, otro carpintero. Por fin, como recompensa, detectó a
un pájaro nuevo. No era el cardenal sino un molobro, que parecía vasto y estúpido
en la lente de los binoculares. Dejó caer los binoculares contra el pecho y volvió a
sacar el álbum rogando que el molobro no alzara vuelo antes de que él pudiera
confirmar el avistamiento. Al menos tendría algo que llevar a su padre. Y ya era
hora de irse. La luz se estaba apagando rápidamente. Sentía frío y estaba mojado.
verificó los datos en el libro y volvió a mirar por los binoculares. Aún estaba allí; no