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Stanley corrió escaleras abajo (había subido más de doce escalones, aunque
                sólo recordaba dos o tres), asustado. Había demasiada oscuridad y no se veía
                nada. Oyó su propia respiración, oyó la música de feria que seguía sonando, allá
                arriba.
                   "¿Qué hace un organillo aquí, en la oscuridad? ¿Quién lo toca?"
                   Y oyó pasos mojados. Se acercaban. Se estaban acercando.
                   Golpeó la puerta con las manos. Lo hizo con tanta fuerza que hasta sus codos
                despidieron chispas de dolor. Antes se había abierto con tanta facilidad... y ahora
                no se movía.
                   No... eso no era cierto. Al principio se abrió apenas lo suficiente para permitirle
                ver una burlona franja de luz gris que corría verticalmente por el lado izquierdo.
                Después desapareció. Como si alguien estuviera al otro lado, sosteniendo la
                puerta cerrada.
                   Jadeante, aterrorizado, Stan empujó la puerta con todas sus fuerzas. Sintió que
                las bandas de bronce se le clavaban en las manos. Nada.
                   Apoyó la espalda con las manos abiertas contra la puerta. El sudor, oleoso y
                caliente, le corría desde las raíces del pelo. La música de organillo se había vuelto
                más audible. Despertaba ecos en la escalera de caracol. Pero ya no tenía nada de
                alegre. Se había convertido en una endecha fúnebre. Aullaba como viento y agua.
                Con los ojos de la mente, Stan vio una feria rural de fin de otoño, viento y lluvia
                batiendo un camino desierto, estandartes flameando, carpas henchidas
                cayéndose, alzando vuelo como murciélagos de lona. Vio juegos desiertos
                erguidos contra el cielo, como patíbulos. El viento tamborileaba en los extraños
                ángulos de sus soportes. De pronto comprendió que la muerte estaba allí, que la
                muerte iba por él y que huir era imposible.
                   Por la escalera cayó un súbito torrente de agua. Ya no se olía a maíz tostado, ni
                a buñuelos, ni a algodón de azúcar, sino a podredumbre mojada. Era el hedor de
                un cerdo muerto que ha estallado en una furia de gusanos en un sitio apartado del
                sol.
                   --¿Quién está allí? -aulló.
                   Le respondió una voz grave, burbujeante, que parecía ahogada de barro y agua
                vieja.
                   --Los muertos, Stanley. Somos los muertos. Nos hundimos, pero ahora
                flotamos... y tú también flotarás.
                   Sintió que el agua le mojaba los pies y se apretó contra la puerta, horrorizado.
                Ya estaban muy cerca. Se sentía su proximidad. Se les podía oler. Algo se le
                clavó en la cadera al golpear la puerta, una y otra vez, en un enloquecido esfuerzo
                por escapar.
                   --Estamos muertos, pero a veces fanfarroneamos un poco por ahí, Stanley. A
                veces...
                   Era su libro de pájaros.
                   Sin pensarlo, Stan lo cogió. Tenía la bolsa en el bolsillo del impermeable y no
                podía sacarla. Uno de ellos había llegado abajo. Se oían sus pasos arrastrados en
                el pequeño vestíbulo de la entrada. En un momento estiraría la mano haciéndole
                sentir su carne fría.
                   Dio un tirón terrible y sacó el álbum. Lo sostuvo ante sí como si fuera un endeble
                escudo sin pensar en lo que hacía, pero seguro de que era lo correcto.
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