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--Creo que fueron los nombres de pájaros que gritaste - insistió Eddie-. Pero
¿por qué? En las películas uno les muestra una cruz...
--O reza un Padrenuestro... -agregó Ben.
--... o el salmo veintitrés -concluyó Beverly.
--Conozco el salmo veintitrés -respondió Stan-, pero lo del crucifijo no me saldría
tan bien. Recordad que soy judío.
--Pájaros -repitió Eddie-. ¡Madre de Dios!
Dirigió a Stan otra mirada culpable, pero su amigo miraba la calle, malhumorado.
--Bill sabrá qué hacer -dijo Ben, concordando finalmente con Bev y Eddie-.
Apuesto cualquier cosa.
--Oíd -adujo Stan, mirándolos severamente-, podemos hablar con Bill, si queréis.
Pero para mí eso será todo. Podéis tratarme de gallina, de marica, de lo que
queráis. No soy un gallina; no lo creo. Pero lo que vi en la torre...
--Si no te asustara algo como eso estarías loco, Stan - señaló Beverly:
--Sí me asustó, pero ése no es el problema -observó Stan-. No es siquiera lo que
estoy diciendo. ¿No comprendéis...?
Lo miraban expectantes, con ojos afligidos y levemente esperanzados, pero
Stan no pudo explicar lo que sentía. Se le habían acabado las palabras. Había un
cúmulo de sensaciones dentro de él y no encontraba las palabras adecuadas.
Podía ser muy meticuloso, muy seguro de sí, pero tenía sólo once años y apenas
había terminado el cuarto curso.
Quería decirles que había cosas peores que tener miedo. Podías tener miedo a
los coches cuando vas en bicicleta. Podías tenerle miedo a la polio. Podías tener
miedo a ese loco de Kruschev. Podías tener miedo de ahogarte si nadabas donde
no tocabas fondo. Podías tener miedo de muchas cosas y seguir funcionando.
Pero lo de la torre depósito...
Quería decirles que esos niños muertos, los que hablan bajado por la escalera
de caracol en la oscuridad, habían hecho algo peor que asustarlo: lo habían
ofendido.
Ofendido, sí. Era la única palabra que se le ocurría, pero si la pronunciaba se
reirían de él. Le tenían cariño, sin duda, y lo habían aceptado como a un igual,
pero aun así se reirían de él. sin embargo, había cosas que ofendían el sentido del
orden de cualquier persona cuerda, ofendían la idea esencial de que Dios había
dado a la tierra una inclinación sobre el eje para que el crepúsculo durara sólo
veinte minutos en el ecuador y más de una hora en los polos; que, después de
hacer eso, había dicho: "Bueno, si pueden calcular la inclinación, podrán calcular
todo lo que quieran. Porque hasta la luz tiene peso y cuando la nota de un silbato
desciende bruscamente es por el efecto Doppler y cuando un avión rompe la
barrera del sonido el estruendo no es el aplauso de los ángeles ni la flatulencia de
los diablos, sino el aire que cae de nuevo en su lugar. Yo les di la inclinación y me
senté en la platea para presenciar el espectáculo. No tengo otra cosa que decir
salvo que dos más dos son cuatro, que las luces del cielo son estrellas, que si hay
sangre los adultos la ven tanto como los niños, y que los niños muertos muertos
están."
Se puede vivir con el miedo, habría dicho Stan, si hubiera podido. Tal vez no
eternamente, pero sí mucho tiempo. En cambio, con la ofensa no se puede vivir,
porque abre una grieta en tu pensamiento y si miras dentro de ella ves que allí hay