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mejor que cuando nos mentimos a nosotros mismos. El hecho es que todavía no
                estoy al ciento por ciento seguro. Si apareciera otro cadáver, llamaría... pero por
                ahora debo suponer que ese idiota pomposo de Rademacher puede tener razón.
                Es posible que la pequeña recordara a su padre; podría tener fotografías de él. Y
                supongo que un adulto realmente persuasivo podría convencer a una criatura de
                que se acercara al coche, por mucho que se hubiera aconsejado al niño.
                   Hay otro miedo que me persigue. Rademacher sugirió que puedo estar
                enloqueciendo. No lo creo, pero si los llamo ahora, ellos podrían pensar que estoy
                loco. Peor aún, ¿y si siquiera me recordaran? "¿Mike Hanlon? ¿Quién? No
                recuerdo a ningún Mike Hanlon. No, no me acuerdo de usted en absoluto. ¿Qué
                promesa?"
                   Presiento que llegará el momento debido para llamarlos... y cuando llegue ese
                momento, sabré que es el debido. Los circuitos de mis amigos pueden abrirse al
                mismo tiempo. Es como si dos grandes ruedas dentadas estuvieran entrando en
                una especie de poderosa convergencia: yo y el resto de Derry por un lado, todos
                mis amigos de la infancia por el otro.
                   Cuando llegue el momento, ellos oirán la voz de la Tortuga.
                   Por eso esperaré y tarde o temprano me daré cuenta. No creo que sea ya
                cuestión de llamar o no llamar, sino de cuándo llamar.



                   20 de febrero de 1985. El incendio del Black Spot.


                   --Un ejemplo perfecto de cómo intentará la Cámara de Comercio reescribir la
                historia, Mike -me habría dicho el viejo Albert Carson, probablemente cloqueando
                de risa-. Lo intentan y a veces llegan a rozar el éxito... pero los viejos recuerdan
                las cosas como realmente fueron. Siempre recuerdan y a veces te lo dicen, si
                sabes preguntar.
                   Hay gente que lleva veinte años viviendo en Derry y no sabe que, en otros
                tiempos, hubo una barraca "especial" para soldados rasos en la vieja base aérea
                de Derry, una barraca situada casi a un kilómetro del resto de la base y que, en
                mitad del invierno, cuando la temperatura rondaba los veinte grados bajo cero y
                con un viento de sesenta kilómetros por hora aullando por esas pistas y bajando la
                sensación térmica a algo increíble, ese kilómetro de más se convertía en algo
                capaz de provocar congelamiento y hasta la muerte.
                   Las otras siete barracas tenían calefacción a petróleo, ventanas reforzadas y
                aislamiento térmico. Eran abrigadas y cómodas. La barraca "especial", que
                albergaba a los veintisiete hombres de la compañía E, era calentada por una
                antigua caldera de leña. El único aislamiento térmico era la pila de ramas de pino y
                abeto que los hombres ponían alrededor. Uno de los hombres consiguió, cierta
                vez, todo un juego de ventanas reforzadas, pero los veintisiete ocupantes de la
                barraca "especial" fueron enviados a Bangor, ese mismo día, para prestar ayuda
                en la base, y cuando volvieron, por la noche, cansados y con frío, todas esas
                ventanas estaban rotas. Todas.
                   Eso ocurrió en 1930, cuando la mitad de la fuerza aérea norteamericana aún se
                componía de biplanos. En Washington, Billy Mitchell había sido juzgado por un
                tribunal militar y degradado a pilotar un escritorio debido a su obstinación en tratar
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