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de formar una flota más moderna y que había acabado por fastidiar a sus
                superiores. No mucho después, renunciaría.
                   Se volaba, por lo tanto, bastante poco en la base de Derry, a pesar de sus tres
                pistas. Las operaciones militares consistían, en su mayor parte, en trabajos
                inventados.
                   Uno de los soldados de la compañía E que volvieron a Derry después de esa
                gira de servicio, terminada en 1937, fue mi padre. Él me contó esto:
                   "Un día, en la primavera de 1930 (unos seis meses antes del incendio del Black
                Spot), yo volvía con cuatro de mis compañeros de Boston, donde habíamos
                pasado un permiso de tres días.
                   Cuando entramos por el portón encontramos, justo después del puesto de
                control, a un tipo grandullón apoyado en una pala, sacándose el fundillo de los
                pantalones del trasero. Un sargento, de alguna ciudad sureña, de pelo color
                zanahoria, dientes picados, granos... Parecido a un mono sin pelo en el cuerpo, no
                sé si me explico. Había muchos de ésos en el ejército, durante la depresión.
                   La cosa es que los cuatro entramos, recién llegados del permiso y sintiéndonos
                de maravilla, y vimos en sus ojos que estaba buscando pelea para jodernos.
                Enseguida le hicimos el saludo, como si fuera un general condecorado. A lo mejor
                habríamos podido pasar, pero era un hermoso día de primavera, brillaba el sol y a
                mí se me fue la lengua.
                   --Buenos días, sargento Wilson -le dije.
                   Y él replicó:
                   --¿Le he dado permiso para hablarme? -preguntó.
                   --No, señor -dije.
                   Él mira al resto de nosotros: Trevor Dawson, Carl Roone y Henry Whitsun, que
                murió en el incendio de ese otoño, y les dice:
                   --Este negrito avispado corre de mi cuenta. Si no queréis pasar una tarde de
                mierda trabajando, largaos a la oficina de oficiales. ¿Entendido?
                   Ellos se fueron. Y Wilson brama:
                   --¡Daos prisa, imbéciles! ¡Quiero veros la suela de los zapatos!
                   Luego Wilson me llevó a uno de los cobertizos donde se guardaban los equipos
                y me dio una pala. Me acompañó al gran campo que estaba donde ahora se
                levanta la terminal de autobuses de la Northeast Airlines. Medio sonriendo me
                mira, señala la tierra y dice:
                   --¿Ves ese agujero, negro?
                   No había ningún agujero, pero me pareció mejor darle la razón en todo. Así que
                miré el lugar que él señalaba y dije que lo veía, claro. Entonces él me propinó un
                puñetazo en la nariz y me tiró al suelo. Me dejó planchado, con la sangre
                chorreando sobre la única camisa limpia que me quedaba.
                   --¡No lo ves, porque algún estúpido lo rellenó! -me grita. Pero sonreía, y me di
                cuenta de que estaba disfrutando-. Y lo que vas a hacer, caraculo, es sacar toda la
                tierra de mi agujero. ¡Ahora!
                   Así que me puse a cavar, por más de dos horas, y muy pronto estaba metido en
                ese agujero hasta la barbilla. El último medio metro era arcilla; cuando terminé
                estaba con el agua hasta los tobillos y tenía los zapatos empapados.
                   --Salga de ahí, Hanlon -me dice el sargento Wilson. Estaba sentado en la hierba,
                fumando un cigarrillo. No me ofreció ninguna ayuda. Yo estaba perdido de pies a
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