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sedantes, entrando a la realidad o saliendo de ella, según dormitara o no, mientras
                el cáncer se abría paso en sus intestinos, comiéndoselo...



                   26 de febrero de 1985.

                   Estuve leyendo lo que escribí en la última parte de esta libreta y me sorprendí de
                romper en lágrimas por mi padre, que murió hace ya veintitrés años. Recuerdo mi
                dolor cuando ocurrió; duró casi dos años. Después, cuando terminé la secundaria,
                en 1965, mi madre me dijo: "¡Qué orgulloso habría estado tu padre!" Entonces
                lloramos abrazados y yo pensé que ése era el fin, que con esas lágrimas tardías
                habíamos acabado de enterrarlo. Pero ¿quién sabe cuánto tiempo puede durar el
                luto? Es posible que treinta o cuarenta años tras la muerte de un hijo, un hermano,
                uno despierte a medias, pensando en esa persona con la misma sensación de
                vacío, de sitios que tal vez no se llenen nunca... quizá ni siquiera en la muerte.
                   Abandonó el ejército en 1937, con una pensión por incapacidad. Por entonces,
                el ejército de mi padre se había vuelto más guerrero; según me dijo una vez,
                cualquiera que tuviera dos dedos de frente se daba cuenta de que, muy pronto, los
                cañones volverían a dejarse oír. En el ínterin, él había ascendido a sargento;
                perdió la mayor parte del pie izquierdo cuando un nuevo recluta, asustado, retiró el
                seguro a una granada de mano y la dejó caer, en vez de arrojarla. El artefacto
                rodó hasta mi padre y estalló con un ruido que, según él, sonó como una tos en
                medio de la noche.
                   Gran parte de los armamentos con que se entrenaban los soldados en aquellos
                tiempos eran defectuosos, cuando no habían pasado tanto tiempo en depósitos
                que estaban casi inutilizables. Las balas no se disparaban y los fusiles solían
                estallarte en las manos. La armada tenía torpedos que habitualmente no iban a
                donde se los apuntaba y, cuando lo hacían, no estallaban. La fuerza aérea
                utilizaba aviones cuyas alas se desprendían si aterrizaban con demasiada dureza;
                he leído que en 1939, en Pensacola, un oficial de aprovisionamiento descubrió
                toda una flota de camiones del gobierno que no funcionaba porque las cucarachas
                les habían comido los manguitos de goma y las correas.
                   Por lo tanto, mi padre salvó la vida gracias a una combinación de burocracia
                anquilosada y equipos defectuosos. La granada explotó sólo a medias y él perdió
                sólo parte de un pie, en vez de quedar hecho papilla.
                   Gracias a la pensión por incapacidad, pudo casarse con mi madre un año antes
                de lo que había planeado. No vinieron enseguida a Derry; primero se mudaron a
                Houston, donde trabajaron en la industria de guerra. Mi padre era capataz de una
                fábrica de detonadores para bombas. Mi madre era remachadora. Sin embargo, tal
                como me contó aquella noche en que yo tenía once años, nunca dejó de pensar
                en Derry. Y ahora me pregunto si ese algo ciego no pudo estar actuando ya
                entonces, atrayéndolo para que yo pudiera tomar mi sitio en el círculo que se
                formó en Los Barrens aquella tarde de agosto. Si el engranaje del universo
                funciona bien, el bien siempre compensa el mal... pero el bien puede ser
                igualmente espantoso.
                   Mi padre estaba suscrito al Dewy News y no dejaba de leer los avisos donde se
                ofrecían lotes en venta. Habían ahorrado bastante. Por fin, él vio que se vendía
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