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además de cerveza; por lo que me han contado, lo que se conseguía en la ciudad
era tan bueno como el whisky ilegal y la ginebra casera que servían en el Club de
Oficiales para blancos los viernes y sábados por la noche. Esa bebida llegaba
desde Canadá en camiones; en su mayoría las botellas contenían lo que la
etiqueta decía. Las buenas eran caras, pero también había mucho alcohol de
quemar, como le llamábamos, que te dejaba una terrible resaca pero no una
ceguera; y si quedabas ciego, al menos duraba poco. Por las noches tenías que
agachar la cabeza, porque volaban las botellas. Estaban el Nan.s, el Paraíso, el
Rincón de Wally, el Dólar de Plata y un bar llamado Cuerno de Pólvora donde
podías conseguir una prostituta. Oh, en cualquiera de esos bares podías
conseguir prostitutas; no era nada difícil, pues había muchas interesadas en
averiguar si el pan de centeno tenía otro gusto. Pero la gente como yo, Trevor
Dawson y Carl Roone, mis amigos de aquellos tiempos, lo pensábamos muy bien
antes de buscarnos una prostituta blanca.
Como ya he dicho, esa noche estaba muy drogado. No creo que, de lo contrario,
hubiera dicho esas cosas a su hijo de quince años.
--Bueno, no pasó mucho tiempo sin que se presentara un representante del
Consejo Municipal pidiendo hablar con el mayor Fuller. Dijo que se trataba de
"algunos problemas entre los vecinos y los soldados" y de "preocupaciones del
electorado" y de "cuestiones de decencia pública", pero en realidad lo que venía a
decir estaba claro como el agua: no quería ver a los negros del ejército en sus
pocilgas, molestando a las mujeres blancas y bebiendo alcohol ilegal en un bar
donde sólo podían entrar blancos.
Todo lo cual era ridículo, por cierto. La flor y nata de la femineidad blanca que
tanto lo preocupaba era, en su mayoría, un montón de viejas callejeras; en cuanto
a molestar a los hombres... Bueno, sólo puedo decir que nunca vi a un miembro
del Concejo Municipal en el Dólar de Plata ni en el Cuerno de Pólvora. Los
hombres que iban a beber en esos antros eran leñadores, hombres con gruesas
chaquetas de cuadros y manos llenas de cicatrices; a algunos les faltaba un ojo o
varios dedos; y a casi todos la mayoría de la dentadura. Y todos olían a leña
fresca, aserrín y savia. Llevaban pantalones de franela verde y botas de goma;
llenaban el suelo de nieve hasta dejarlo negro. Olían a lo grande, Mikey, y
caminaban a lo grande y hablaban a lo grande. Es que eran grandes. Una noche,
en el Rincón de Wally, vi a un sujeto desgarrar la manga de su camisa, haciendo
pulsos con otro tipo. Pero no fue un simple desgarrón. La manga de esa camisa
casi estalló, joder; salió volando de su brazo hecha jirones. Todo el mundo gritaba
y aplaudía. Alguien me dio una palmada en la espalda, diciendo: "Eso sí que es un
pedo de pulseador, negro."
Lo que quiero decir es que, si esos hombres hubieran querido sacarnos de allí,
no vernos en sus bares cuando salían de los bosques para beber whisky y gozar
de mujeres, de carne y hueso, nos habrían puesto de patitas en la calle. Pero el
hecho es, Mikey, que a ellos les daba lo mismo.
Una noche, uno de ellos me llevó aparte. Medía un metro ochenta, lo cual era
mucho para aquellos tiempos y estaba como una cuba; olía como un cesto de
melocotones podridos. Creo que la ropa ya caminaba sola. Me mira fijo y me dice:
--Oiga, señor, quiero preguntarle algo. ¿Usted es negro?
--En efecto -le respondí.