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todos los fines de semana. Eso tampoco ocurrió de la noche a la mañana. Al
principio las caras blancas parecían granos de sal en un pimentero, pero fueron
acudiendo más y más con el correr del tiempo.
Cuando aparecieron esos blancos nos olvidamos de andar con prudencia. Ellos
traían sus propias botellas en bolsas de papel; casi siempre eran bebidas blancas,
pero de la mejor calidad, por comparación, lo que se podía conseguir en las
pocilgas de la ciudad era basura. Te estoy hablando de tragos de clubes
elegantes, Mikey; cosa de ricos. Chivas Regal, Glenfiddich, ese tipo de champán
que sirven a los pasajeros de primera clase en los transatlánticos... Tendríamos
que haber buscado el modo de pasar aquello, pero no sabíamos cómo. ¡Ellos eran
de la ciudad! ¡Joder, eran blancos!
Y como te digo, éramos jóvenes y estábamos orgullosos de nuestro club. No
previmos que las cosas podían torcerse. Todos sabíamos que Mueller y sus
amigos estaban enterados de lo que pasaba, pero no nos dimos cuenta de que
podían volverse locos. Y lo digo en serio: volverse locos. Estaban en sus grandes
mansiones victorianas, en Broadway Oeste, a medio kilómetro de nosotros, que
escuchábamos blues. Eso no les gustaba. Pero mucho menos les gustaba saber
que sus chicos también estaban ahí, bailando junto con los negros. Porque no
eran sólo los leñadores y las viejas zorras los que acudían a nuestro club. En la
ciudad se puso de moda que los jóvenes vinieran a bailar al compás de esa
orquesta sin nombre hasta la una de la madrugada. Y no venían sólo de Derry:
también de Bangor, Newport, Haven, Cleaves Milis, Old Town y las pequeñas
ciudades de la zona. Había muchachos de la Universidad de Maine que iban a
bailar con sus novias. Técnicamente, por supuesto, el club era para soldados y
estaba prohibido para los civiles que no tuvieran invitación. Pero de hecho, Mikey,
abríamos la puerta a las siete y la dejábamos abierta hasta la una. Hacia
mediados de octubre, en la pista de baile tenías que estar cadera a cadera con
otras seis personas. No había lugar para bailar, así que uno se quedaba en un
mismo sitio y se retorcía... pero nadie se quejó nunca. A medianoche aquello era
como un vagón de carga que se sacudía en medio del tren expreso.
Hizo una pausa para beber otro sorbo de agua. Cuando prosiguió le brillaban los
ojos.
--Bien. Fuller habría terminado con eso, tarde o temprano. Si hubiera sido
temprano, habría muerto menos gente. Bastaba con que mandara a la policía
militar para que confiscara todos los licores traídos por los parroquianos. Eso
habría estado bien; era lo que él quería, en el fondo. Así podría encerrarnos sin
problemas, hacernos juzgar por un tribunal militar; algunos hubiéramos acabado
en la cárcel militar; otros, transferidos a otro destino. Pero Fuller era lento. Creo
que temía lo mismo que nosotros: enfadar a algunas personas de la ciudad.
Mueller no había vuelto a visitarlo, y creo que al mayor Fuller le daba miedo ir a la
ciudad para hablar con él. Se hacía el poderoso, ese Fuller, pero tenía las agallas
de un conejo.
Por eso, en vez de tendernos una trampa, con lo cual muchos de los que
murieron aquella noche todavía estarían con vida, dejó que la Liga de la Decencia
Blanca se hiciera cargo del asunto. Vinieron con sus sábanas blancas, a principios
de noviembre, y se prepararon una parrillada.