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No había hecho más que levantarme a medias cuando la gente que iba hacia la
puerta me derribó. Veinticinco personas me pasaron por la espalda, y creo que fue
la única vez, durante todo ese horror, que sentí miedo de verdad. La gente aullaba
que quería salir, que el club se estaba incendiando. Pero cada vez que yo trataba
de levantarme, alguien me pisoteaba otra vez. Un pie enorme me aplastó la
cabeza y me hizo ver las estrellas. Se me aplastó la nariz contra aquel suelo
aceitado; aspiré tierra y comencé a estornudar y toser. Otra persona me pisó la
espalda, a la altura de la cintura. Sentí que un tacón alto de señora se me hincaba
entre las nalgas, y te aseguro, hijo, que no quisiera recibir otro enema como ése.
Ahora parece divertido, pero estuve a punto de morir en esa estampida. Me
pisotearon, me patearon y me aplastaron en tantas partes que al día siguiente no
podía tenerme en pie. Aullaba, pero todos seguían pasándome por encima sin
prestarme atención.
Fue Trev el que me salvó. Vi su manaza parda tendida hacia mí y me aferré a
ella como un náufrago a un salvavidas. Él tiró y me sacó de allí. Alguien me plantó
un pie aquí, en el cuello...
Se masajeó la zona donde la mandíbula se curva hacia la oreja. Yo asentí.
--... y me dolió tanto que por un momento me desmayé. Pero no solté la mano
de Trev y él tampoco me soltó. Por fin pude ponerme en pie, justo cuando la
mampara de la cocina se derrumbaba. Sonó como ¡flump!, el ruido que hacen los
charcos de gasolina cuando les prendes fuego. Vi que caía entre un gran
chisporroteo y que la gente se apartaba. Algunos lo consiguieron. Otros no. Uno
de nuestros compañeros (creo que Hort Sartoris) quedó sepultado abajo, y por un
segundo vi su mano abrirse y cerrarse bajo todas esas brasas. A una muchacha
blanca de unos veinte años se le encendió la espalda del vestido. Estaba con un
muchacho de la universidad y le rogó a gritos que la ayudara. Él se limitó a darle
dos barridas con la mano y después corrió con los otros. Ella quedó allí, gritando,
mientras el vestido ardía sobre su cuerpo.
La cocina era un infierno. Las llamas eran tan brillantes que no las podías mirar.
El calor era de horno, Mikey, una parrilla. Uno sentía que la piel se le ponía
lustrosa, que los pelos de la nariz se le chamuscaban.
--¡Larguémonos de aquí! -chilló Trev, y comenzó a arrastrarme a lo largo de la
pared-. ¡Vamos!
Entonces Dick Hallorann lo sujetó. No tenía más de diecinueve años y miraba
con ojos que parecían bolas de billar, pero no perdió la cabeza. Y él nos salvó la
vida.
--¡Por allí no! -gritó-. ¡Por aquí! -Y señaló el estrado de la orquesta... justo donde
estaba el fuego.
--¡Estás loco! -gritó Trevor. Tenía un vozarrón pero entre el ruido del fuego y los
gritos de la gente apenas se le oía-. ¡Asate tú si quieres! ¡Willy y yo nos largamos
fuera!
Todavía me tenía cogido por la mano y empezó a arrastrarme hacia la puerta,
aunque ya había tanta gente arremolinada que no se la veía. Yo me sentía tan
aturdido que no sabía dónde estaba el techo y dónde el suelo. Sólo sabía que no
quería asarme cómo un pavo humano.