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Me incliné para darle un beso de despedida... pero en cambio me oí susurrar:
                   --¿Qué viste?
                   Sus ojos, que se estaban cerrando, se levantaron apenas. Tal vez sabía que era
                yo; tal vez creía estar oyendo la voz de sus propios pensamientos.
                   --¿Humm?
                   --Qué viste -susurré. No quería oír, pero tenía que oír. Tenía calor y frío al
                mismo tiempo, me ardían los ojos, las manos se me congelaban. Pero tenía que
                oír. Como la mujer de Lot tuvo que volverse a mirar la destrucción de Sodoma.
                   --Era un ave -dijo él-. Arriba, sobre los últimos hombres que corrían. Un halcón,
                tal vez. Pero grande. Nunca se lo conté a nadie. Me habrían encerrado. Ese pájaro
                tenía unos veinte metros de ala a ala. El tamaño de un Zero japonés. Pero vi... vi
                sus ojos... y creo... que me vio.
                   Ladeó la cabeza hacia la ventana, de donde venía la oscuridad.
                   --Se lanzó en picado y cogió al último hombre. Lo agarró por la sábana... y oí
                sus alas cuando se lo llevaba... Era un ruido como de fuego... y se quedó
                suspendido en el aire, como los helicópteros... Y yo pensé: "Los pájaros no
                pueden hacer eso." Pero ése podía, porque... porque...
                   Quedó en silencio.
                   --¿Por qué, papá? -susurré-. ¿Por qué podía quedarse suspendido en el aire?
                   --No estaba suspendido en el aire -musitó él.
                   Lo miré, pensando que ahora sí, se había dormido. Nunca en mi vida había
                sentido tanto miedo... porque, cuatro años antes, yo había visto a ese pájaro. De
                algún modo inimaginable, tenía esa pesadilla casi olvidada. Fue mi padre el que la
                volvió a mí.
                   --No estaba suspendido en el aire -dijo mi padre medio entre sueños-. Flotaba...
                Flotaba. Tenía grandes manojos de globos atados en cada ala y flotaba...



                   1 de marzo de 1985.


                   Ha vuelto otra vez. Ahora lo sé. Esperaré, pero en el fondo estoy seguro. No sé
                si podré soportarlo. Siendo niño pude defenderme, pero los niños son diferentes.
                Muy diferentes.
                   Anoche escribí todo eso en una especie de frenesí; de cualquier modo, no
                habría podido volver a mi casa. Derry se ha cubierto con una gruesa capa de hielo
                y, aunque esta mañana ha salido el sol, nada se mueve.
                   Escribí hasta pasadas las tres de la mañana, tratando de sacármelo todo. Había
                olvidado ese gigantesco pájaro visto a los once años. Fue la historia de mi padre
                lo que me hizo recordar... y ya nunca volví a olvidarlo. En ningún detalle. En cierto
                modo, creo que fue el último regalo que me hizo. Un regalo espantoso, pero
                también maravilloso, a su modo.
                   Dormí allí donde estaba con la cabeza apoyada en los brazos, el bolígrafo y el
                cuaderno en la mesa, frente a mí. Esta mañana desperté con el trasero
                entumecido y dolor de espalda, pero sintiéndome libre de algún modo, purgado de
                esa vieja historia.
                   Y entonces comprobé que por la noche, mientras dormía, había tenido visitas.
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