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--Como cuando uno vuelve a la reunión de la secundaria, diez años después,
                ¿no? -comentó Bill-. Hay que ver quién engordó, quién está calvo, quién tiene hij-j-
                jos.
                   --Ojalá fuera eso -dijo Mike.
                   --Sí, Mikey, ojalá.
                   Colgó el teléfono. Se dio una larga ducha y pidió un desayuno que no deseaba.
                Apenas lo probó. No, su apetito no andaba nada bien.
                   Bill llamó a la Compañía de Taxis Big Yellow y pidió que pasaran a recogerlo a la
                una menos cuarto pensando que quince minutos sería tiempo más que suficiente
                para llegar a Pastare Road (le era totalmente imposible llamarlo Mail Road). Pero
                había subestimado el atasco de tráfico a la hora de comer... y lo mucho que Derry
                había crecido.
                   En 1958 Derry era sólo una pequeña ciudad con unos treinta mil habitantes
                entre los límites del municipio y otros siete mil en los suburbios.
                   Ahora se había convertido en una ciudad importante, pequeña todavía,
                comparada con Londres o Nueva York, pero próspera, considerando el nivel de
                Maine, donde Portland, la ciudad más grande del estado, apenas podía jactarse
                de contar con trescientas mil almas.
                   Mientras el taxi avanzaba lentamente por Main Street ("Ahora vamos sobre el
                canal -pensó Bill-; no se lo ve, pero está allí abajo, corriendo en la oscuridad") y
                luego tomaba por Center, su primer pensamiento fue bastante predecible: cuánto
                había cambiado todo. Pero el pensamiento predecible vino acompañado de un
                profundo horror inesperado. Recordaba su niñez como un tiempo nervioso, lleno
                de temores, no sólo por el verano de 1958, en que siete de ellos se habían
                enfrentado al terror, sino por la muerte de George, el profundo sueño en que sus
                padres parecían haber caído después de esa muerte, las burlas por su
                tartamudez, Bowers, Huggins y Criss, que los perseguían continuamente tras la
                pelea a pedradas en Los Barrens
                   (Bowers, Huggins y Criss, oh, cielos. Bowers, Huggins y Criss, oh cielos)
                   y la simple sensación de que Derry era fría, de que Derry era dura, de que a
                Derry le importaba un cuerno si ellos vivían o morían y, mucho menos, si
                triunfaban o no sobre el Payaso Pennywise. Los habitantes de Derry llevaban
                mucho tiempo viviendo con Pennywise, con todos sus disfraces... y tal vez, de
                algún modo descabellado, habían llegado a comprenderlo. A tenerle simpatía, a
                necesitarlo. ¿A quererlo? Tal vez. Sí, tal vez eso también.
                   Entonces, ¿por qué ese horror?
                   Tal vez porque el cambio, de algún modo, parecía muy opaco. O porque Derry
                parecía haber perdido, para él, su rostro esencial.
                   El Teatro Bijou había desaparecido reemplazado por un aparcamiento ("Sólo
                para personas autorizadas", anunciaba el cartel sobre la rampa. "Se avisa grúa").
                El Shoboat y el comedor de Bailley, los locales vecinos, también habían
                desaparecido dejando lugar a una sucursal del Northern National Bank. De la
                endeble estructura de hormigón en bloque sobresalía un indicador digital que
                marcaba la hora y la temperatura en grados Fahrenheit y Celsius. La farmacia
                Center, cubil del señor Keene, el sitio donde Bill había comprado el medicamento
                para el asma de Eddie, tampoco estaba. El callejón de Richard se había
                convertido en un extraño híbrido llamado "minigalería". Cuando el taxi se detuvo
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