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Sacudió la cabeza para expulsar el espejismo de la galería, un grupo de edificios
con letreros de "Sears, J. C. Penney, Woolworth, Cvs, York Steak House y Libros
Walden". Había caminos que entraban a los aparcamientos y salían de ellos. La
galería seguía allí porque no era un espejismo. La fundición Kitchener ya no
existía, ni tampoco la hierba que crecía entre sus ruinas. La realidad era la galería,
no los recuerdos.
Pero él, por algún motivo, no pudo creer eso.
--Bueno, aquí estamos, señor -dijo el taxista, entrando en el aparcamiento de un
edificio que parecía una gran pagoda de plástico-. Un poco tarde, pero mejor tarde
que nunca, ¿no?
--Claro que sí -dijo Bill, entregando un billete de cinco dólares al taxista-.
Quédese con el cambio.
--¡Gracias! -exclamó el taxista-. Si necesita que alguien lo lleve, llame a Big
Yellow y pregunte por Dave. Ése soy yo.
--Preguntaré por el taxista religioso -dijo Bill, sonriente- El que ya tiene su
parcela elegido en Monte Esperanza.
--Eso -repuso Dave, riendo-. Que lo pase bien, señor.
--También usted, Dave.
Se detuvo un momento bajo la lluvia ligera y observó al taxi que se alejaba.
Había olvidado hacer una pregunta al taxista tal vez a propósito. Su intención
había sido preguntar a Dave si le gustaba vivir en Derry.
Bill Denbrough giró
Oriental. En el vestíbulo estaba Mike Hanlon, sentado en una silla de mimbre de
respaldo ancho. Se levantó y Bill tuvo la sensación de que una honda irrealidad se
abatía sobre él... atravesándolo. La sensación de desdoblamiento estaba allí otra
vez.
Él recordaba a un chico de un metro cincuenta y siete, poco más o menos,
delgado y ágil. Ante él tenía a un hombre que llegaba al metro setenta, muy
delgado. La ropa parecía colgar de su cuerpo. Y las arrugas de su cara decían que
estaba al final de los cuarenta. El espanto de Bill debió reflejársele en la cara,
porque Mike dijo:
--Conozco mi aspecto.
Bill enrojeció.
--No es para tanto, Mike. Es que te recuerdo de niño, nada más.
--¿Nada más?
--Pareces un poco cansado.
--Estoy un poco cansado -dijo Mike-, pero ya me pasará. Supongo.
Entonces sonrió y la sonrisa le iluminó la cara. Bill vio al niño que había conocido
veintisiete años antes. Así como el viejo hospital había sido ahogado por el
hormigón armado y el vidrio, así el niño que Bill conociera había sido ahogado por
los accesorios inevitables de la edad adulta. Tenía arrugas en la frente, surcos en
las comisuras de la boca que le llegaban casi a la barbilla y el pelo se le estaba
agrisando sobre las orejas. Pero así como el viejo hospital, aunque sofocado,
seguía estando allí, así también estaba el niño que Bill conocía.
Mike alargó la mano.
--Bienvenido a Derry, Gran Bill.