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Se miraron mutuamente.
                   --Bueno -preguntó Beverly, con su voz dulce, ligeramente ronca-, ¿por qué
                brindamos?
                   --Por nosotros -dijo Richie.
                   Ya no sonreía. Miró a Bill. Entonces, con absoluta nitidez, Bill vio una imagen de
                sí mismo con Richie; en medio de Neibolt Street, desaparecido el payaso, el
                hombre-lobo o lo que fuera, ambos abrazados y llorando. Cuando levantó su copa,
                le temblaba la mano; parte de su bebida cayó en la servilleta.
                   Richie se levantó lentamente. Los otros, uno a uno, siguieron su ejemplo: el
                primero Bill; después Ben y Eddie, Beverly y, por fin, Mike Hanlon.
                   --Por nosotros -dijo Richie. Su voz, como la mano de Bill, temblaba un poco-. Por
                el Club de los Perdedores de 1958.
                   --Los Perdedores -dijo Beverly, algo divertida.
                   --Por los Perdedores -repitió Eddie, pálido y envejecido tras los anteojos sin
                montura.
                   --Por los Perdedores -concordó Ben. Una sonrisa leve y dolorosa ponía un
                fantasma en las comisuras de su boca.
                   --Por los Perdedores -dijo Mike Hanlon, suavemente.
                   --Por los Perdedores -terminó Bill.
                   Entrechocaron las copas y bebieron.
                   Volvió a caer aquel silencio y en esa oportunidad Richie no lo quebró. Esa vez
                parecía necesario.
                   Se sentaron otra vez y Bill dijo:
                   --Bueno, Mike, suelta el rollo. Dinos qué ha estado pasando aquí y qué podemos
                hacer.
                   --Primero comamos -dijo Mike-. Después hablaremos.
                   Así que comieron... largamente y bien. Como en el chiste de los condenados a
                muerte, pensó Bill, pero sentía un apetito que no recordaba desde hacía siglos...
                desde que era niño, se sintió tentado de pensar. La comida no era una maravilla,
                pero distaba mucho de ser mala y la había en abundancia. Los seis comenzaron a
                intercambiar parte de sus platos: costillas, moo goo ga pan, alas de pollo cocidas
                al vapor, rollitos de primavera, brotes de soja envueltos en tocino, tiras de carne
                ensartadas en palillos de madera.
                   Comenzaron con bandejas de pu-pu, y Richie, infantil pero divertido, asó un
                poquito de cada cosa en el centro del fondue que compartía con Beverly.
                   --Me encanta flambear las cosas -dijo a Ben-. Comería mierda, siempre que me
                la flambearan a la vista.
                   --A lo mejor es lo que estás comiendo -comentó Bill.
                   Beverly rió con tantas ganas que tuvo que escupir un bocado en su servilleta.
                   --Oh, Dios, creo que voy a vomitar -dijo Richie, imitando a Don Pardo.
                   Beverly rió aún más, hasta ponerse intensamente roja.
                   --Basta, Richie -dijo-. Te lo advierto.
                   --Acepto la advertencia -dijo Richie-. Que te aproveche, querida.
                   Rose les trajo el postre: una enorme tarta Alaska, que flambeó a la cabecera de
                la mesa, ocupada por Mike.
                   --Más flambé a la vista -dijo Richie, con la voz de quien se encontrara en el
                paraíso-. Ésta puede ser la mejor comida de mi vida.
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