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Al principio no dijo nada; se limitó a empujarme y plancharme de espaldas en el
suelo. Después me dijo que saliera de allí. Que no quería a ningún bocazas como
yo en su equipo de atletismo.
"No correría para usted ni aunque me lo ordenara el presidente Kennedy -le dije,
limpiándome el polvo-. No voy a exigirle que cumpla con su palabra, sólo porque
me puso en marcha... pero la próxima vez que coma mazorcas, acuérdese de mí."
Me dijo que, si no me iba de inmediato, me mataría. -Ben sonreía un poquito...
pero no había nada de agradable en esa sonrisa; tampoco nostalgia, por cierto-.
Ésas fueron sus palabras textuales. Todo el mundo nos miraba, incluidos los
chicos que habían perdido; parecían bastante avergonzados. Entonces dije:
"Voy a decirle una cosa, entrenador: le perdono una, porque es un lamentable
fracaso y ya está viejo para mejorar. Pero si llega a ponerme otra vez la mano
encima, haré que pierda este empleo. bajé de peso para poder disfrutar de cierta
dignidad y vivir un poco más tranquilo. Son cosas por las que vale la pena luchar."
Bill dijo:
--Todo eso suena estupendo, Ben... pero mi alma de escritor se pregunta si un
chico puede hablar así.
Ben asintió, con su peculiar sonrisa.
--Dudo que pueda, si no ha pasado por las cosas que vivimos nosotros. El caso
es que yo las dije... y muy en serio.
Bill se quedó pensándolo. Al cabo, asintió.
--Tienes razón.
--El entrenador se echó hacia atrás con los brazos en jarras -dijo Ben-. Abrió la
boca y volvió a cerrarla. Nadie dijo nada. Me alejé y ésa fue la última vez que traté
con el entrenador Woodleigh. Cuando mi preceptor me entregó el boletín de
materias para el año siguiente, alguien había escrito a máquina la palabra
dispensado junto a educación física y tenía las iniciales de él.
--¡Lo derrotaste! -exclamó Richie, sacudiendo los puños sobre la cabeza-.
¡Bravo, Ben!
Ben se encogió de hombros.
--Creo que, antes bien, derroté a una parte de mí mismo. El entrenador me puso
en marcha, según creo... pero si me convencí de que podía hacerlo fue por pensar
en vosotros. Y lo hice.
Ben volvió a encogerse de hombros, con un gesto encantador, pero Bill creyó
ver finas gotas de sudor en su frente.
--Fin de las confesiones. Pero me vendría bien otra cerveza. Hablar da sed.
Mike llamó a la camarera.
Los seis terminaron pidiendo otra ronda y hablaron de asuntos intrascendentes
hasta que llegaron las bebidas. Bill contempló su cerveza, observando las
burbujas que trepaban por el vidrio. Le divertía y horrorizaba, a un tiempo, darse
cuenta de que esperaba con ansias que otro comenzara a hablar de los años
transcurridos: que Beverly les hablara de su maravilloso marido (aunque fuera
aburrido, como lo son todos los hombres maravillosos), o que Richie Tozier
rememorara incidentes divertidos en la emisora, o que Eddie Kaspbrack les
contara cómo era, en verdad, Edward Kennedy, y cuánta propina dejaba Robert
Redford... o tal vez ofreciera alguna teoría profunda sobre por qué Ben había
podido adelgazar y él seguía prendido de su inhalador.