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baloncesto y del de atletismo; cuando tengo un rato libre, lo dedico al de natación.
                Así que voy a decírtelo una sola vez. Tú eres gordo de aquí arriba." Y me palmeó
                la cabeza en el sitio donde me había golpeado su maldito silbato. "Los gordos son
                gordos de ahí. Si pones a dieta eso que tienes entre oreja y oreja, vas a
                adelgazar. Pero los tipos como tú no son capaces de eso."
                   --¡Menudo mamón! -exclamó Beverly, indignada.
                   --Sí -reconoció Ben, sonriendo-. Pero él no lo sabía. Probablemente había visto
                sesenta veces esa película de Jack Webb, The D. I., y creía estar haciéndome un
                favor. Al final, resultó que sí. Porque en ese momento pensé...
                   Apartó la vista, con el ceño fruncido... y Bill tuvo la extraña sensación de saber lo
                que Ben iba a decir antes de que abriera la boca.
                   --Acabo de decirles que recuerdo haber pensado en Henry Bowers, por última
                vez, cuando los chicos me perseguían para batir grasa. Bueno, cuando el
                entrenador se levantó para irse fue la última vez que pensé en lo que habíamos
                hecho en el verano de 1958. Pensé...
                   Vaciló otra vez, mirando a cada uno, como si los estudiara. Luego prosiguió:
                   --Pensé en lo bien que nos desenvolvíamos cuando estábamos juntos. Pensé en
                lo que habíamos hecho, en cómo lo hicimos y de pronto me di cuenta de que, si el
                entrenador hubiera tenido que enfrentarse a algo así, probablemente habría
                encanecido de inmediato y el corazón se le habría detenido como un reloj viejo.
                No fui justo, por supuesto, pero él tampoco había sido justo conmigo. Lo que
                ocurrió fue muy sencillo...
                   --Te enfureciste -dijo Bill.
                   Ben sonrió.
                   --Sí, en efecto -dijo él-. Lo llamé: ¡Entrenador!
                   Él se volvió.
                   "¿Usted dijo que adiestra al equipo de carreras?", le pregunté.
                   "En efecto -dijo-, aunque eso no significa nada para ti."
                   "Pues escúcheme, pedazo de estúpido mamón -le dije. Quedó boquiabierto y se
                le dilataron los ojos-. En marzo pienso estar en ese equipo de carrera. ¿Qué le
                parece?"
                   "Creo que te conviene cerrar la boca antes de que te metas en problemas", me
                contestó.
                   "Voy a echar por tierra todo lo que usted diga -le aseguré-. Voy a correr más que
                usted. Y entonces tendrá que disculparse."
                   Apretó los puños. Por un momento pensé que iba a darme una torta. Pero volvió
                a abrir las manos.
                   "Sigue hablando, gordo -dijo con suavidad-. Eres un bocazas pero el día en que
                corras más que yo, renuncio a este puesto y vuelvo a la recogida de maíz." Y se
                fue.
                   --¿Y adelgazaste? -preguntó Richie.
                   --Al final, sí -respondió Ben-. Pero el entrenador se equivocaba. La cosa no
                empezaba en mi cabeza, sino con mi madre. Esa noche volví a casa y le dije que
                quería adelgazar. Terminamos discutiendo y llorando, los dos. Ella sacó a relucir la
                historia de siempre: que yo no era gordo sino de huesos grandes, y que los chicos
                grandes que van a ser hombres grandes tienen que comer mucho para
                mantenerse. Creo que, para ella, era una especie de seguridad. La asustaba tener
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