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Mike Hanlon pidió aperitivos y, para compensar el silencio anterior, todo el
                mundo empezó a hablar al mismo tiempo. Beverly Marsh se llamaba ahora
                Beverly Rogan. Dijo estar casada con un hombre maravilloso, de Chicago, que le
                había transformado la vida y que, por obra de alguna magia benigna, había podido
                trastocar su simple talento para la costura en una próspera empresa de modas.
                Eddie Kaspbrak poseía una empresa de limusinas en Nueva York.
                   --Mi mujer bien podría estar en la cama con Al Pacino, en este momento -dijo
                con una sonrisa, y el comedor volvió a llenarse de risas.
                   Todos conocían las carreras de Bill y Ben, pero Bill tuvo la sensación de que
                hasta tiempos muy recientes no habían asociado personalmente sus nombres (el
                de Ben como arquitecto, el suyo mismo como escritor) con personas que ellos
                hubieran conocido. Beverly llevaba en su cartera ejemplares de Jounna y Los
                rápidos negros y le pidió que se los autografiara. Él, al hacerlo, notó que ambos
                estaban impecables, como si hubieran sido adquiridos en el quiosco del
                aeropuerto al bajar del avión.
                   De modo parecido, Richie contó a Ben lo mucho que había admirado el centro
                de comunicaciones de la Bbc, en Londres... pero en sus ojos había una especie
                de luz intrigada, como si no pudiera asociar ese edificio con ese hombre... o con el
                niño gordo y serio que les había enseñado el modo de inundar la mitad de Los
                Barrens con tablas viejas y una herrumbrosa portezuela de automóvil.
                   Richie era disc-jockey en California. Les dijo que lo conocían con el apodo de El
                hombre de las mil voces, y Bill gruñó.
                   --Por Dios, Richie, tus voces eran siempre espantosas.
                   --Los halagos no le servirán de nada -replicó Richie, altanero.
                   Cuando Beverly le preguntó si usaba lentillas, Richie dijo, en voz baja:
                   --Acércate más, nena, y mírame a los ojos.
                   Beverly lo hizo y lanzó una exclamación de deleite, mientras Richie inclinaba un
                poco la cabeza para que ella pudiera ver los bordes inferiores de las lentes
                blandas Hydromist.
                   --¿La biblioteca sigue igual? -preguntó Ben a Mike Hanlon.
                   Mike sacó su billetera y extrajo una instantánea de la biblioteca tomada desde
                arriba. Lo hizo con el aire orgulloso de quien muestra fotos de sus hijos al
                preguntársele por su familia.
                   --La tomó un tipo desde un avión pequeño -dijo, mientras la fotografía pasaba de
                mano en mano-. He estado tratando de que el concejo municipal o algún donante
                particular nos proporcionen efectivo suficiente para ampliar esto y hacer un mural
                para la biblioteca infantil. Hasta el momento no ha habido suerte. Pero es una
                buena foto, ¿no?
                   Todos estuvieron de acuerdo. Ben la retuvo por más tiempo mirándola con
                fijeza. Por fin dio unos golpecitos sobre el corredor de vidrio que conectaba los dos
                edificios.
                   --¿Reconoces esto de alguna parte, Mike?
                   El bibliotecario sonrió.
                   --Es tu centro de comunicaciones -dijo, y los seis estallaron en una carcajada.
                   Llegaron los aperitivos. Todos se sentaron.
                   Volvió a caer aquel silencio súbito, incómodo y confuso
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