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El conductor rió entre dientes.
--Como no soy religioso, le perdono su lengua. Sí, ya es casi tan grande como el
de Bangor. Tienen laboratorio de radiología, centro de terapia, seiscientas
habitaciones, lavandería propia y sabe Dios qué más. El viejo hospital sigue allí,
pero ahora sólo como administración.
Bill sintió una extraña sensación de desdoblamiento, la misma que recordaba
haber sentido al ver la primera película tridimensional: tratar de unir dos imágenes
que no coincidían. Uno podía engañar la vista y el cerebro para que lo hicieran,
pero podía terminar con un buen dolor de cabeza... y en ese momento sintió que
le venía uno. La nueva Derry, sí. Pero la vieja Derry aún estaba allí, como el
edificio de madera del hospital. La vieja Derry estaba casi toda sepultada bajo las
construcciones nuevas... pero la vista se sentía irremediablemente atraída hacia
ella, la buscaba.
--Las vías del ferrocarril deben de haber desaparecido, ¿no? -preguntó Bill.
El taxista volvió a reír, encantado.
--Considerando que se marchó cuando era niño, señor, tiene buena memoria. -
Bill pensó: "Si me hubieras visto la semana pasada, amigo"-. No quedan más que
ruinas y vías herrumbradas. Ni siquiera los mercancías se detienen aquí. Un tío
quería comprar el terreno para poner una especie de parque de diversiones, con
tiro al blanco, minigolf, frontones para pelota, kartings y un local con juegos de
video y qué sé yo qué más. Pero hubo lío con los propietarios del terreno. Por el
momento está todo en los tribunales.
--Y el canal -murmuró Bill, cuando giraban hacia Pastare Road que, tal como
Mike había dicho, estaba señalizado con un letrero verde que rezaba: "Mall Road"-
. El canal todavía está aquí.
--Ya -dijo el taxista-. Creo que ése va a estar siempre.
Ahora Bill tenía a su izquierda la galería de Derry. Al pasar junto a ella volvió a
sentir esa extraña sensación de desdoblamiento. En su infancia, todo eso había
sido un largo campo lleno de pastos y gigantescos girasoles bamboleantes que
marcaba el extremo nordeste de Los Barrens. Por atrás, hacia el oeste, estaban
los bloques de Old Cape para gente de bajos recursos. Recordaba haber
explorado ese campo con cuidado de no caer en el sótano abierto de la fundición
Kitchener que había estallado el domingo de Pascua de 1906. Ese lote estaba
lleno de reliquias que ellos habían desenterrado con el solemne interés de
arqueólogos que investigaran ruinas egipcias: ladrillos, cazos, trozos de hierro con
candados herrumbrosos, trozos de vidrio, botellas llenas de un engrudo que olía
como el peor de los venenos. Allí cerca había pasado algo malo, en el foso de
grava próximo al vertedero, pero aún no lo recordaba. Sólo recordaba un nombre,
Patrick Humboldt, y que se relacionaba con una nevera. Y algo sobre un pájaro
que había perseguido a Mike Hanlon. ¿Qué...?
Sacudió la cabeza. Fragmentos inconexos. Eso era todo.
El campo había desaparecido, junto con los restos de la fundición. Bill recordó
súbitamente la gran chimenea de la fundición revestida de azulejos, ennegrecida
de hollín en los últimos tres metros, tendida en la hierba alta como una tubería
gigantesca. De algún modo habían trepado para caminar por ella, con los brazos
extendidos como equilibristas en la cuerda floja, riendo...