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ante un semáforo en rojo, Bill miró dentro y pudo ver una tienda de discos, una
casa de productos dietéticos y un local de juguetes y juegos electrónicos que
anunciaba una liquidación de piezas de Scalectrix.
El taxi reanudó la marcha con una sacudida.
--Vamos a tardar un rato -dijo el conductor-. Me gustaría que todos estos
malditos bancos desaparecieran. Perdone mi lengua, si usted es religioso.
--Está bien -dijo Bill. Fuera estaba muy nublado. En ese momento, unas gotas
de lluvia golpearon el parabrisas. La radio murmuraba algo sobre un paciente
fugado de un asilo para enfermos mentales, que parecía muy peligroso, después
siguió murmurando sobre los Red Sox que de peligrosos no tenían nada.
Chaparrones aislados, después aclarando. Cuando Barry Manilow empezó a
gemir por mandy, que venía y daba sin tomar nada, el taxista apagó la radio.
--¿Cuándo los construyeron?
--¿A los bancos?
--Sí.
--A finales de los años sesenta o principios de los setenta, casi todos -dijo el
taxista. Era un hombre grande de cuello enrojecido. Llevaba una cazadora a
cuadros rojos y negros y una gorra color naranja fosforescente en la cabeza-.
Consiguieron ese dinero para renovación y lo usaron para derribar todo. Vinieron
los bancos. Creo que eran los únicos que podían venir. Menuda porquería, ¿no?
Renovación urbana, lo llaman. Renovación, una mierda, digo yo. Y perdone mi
lengua, si usted es religioso. Se habló mucho de que iban a revitalizar el centro de
la ciudad. ¡Ja, bonita revitalización! Derribamos casi todos los negocios de antes y
pusieron un montón de bancos y aparcamientos. Y nadie encuentra un mísero sitio
para aparcar. Habría que colgar a todo el Concejo Municipal de los cojones, eso
es lo que habría que hacer. Menos a esa mujer, la Polock, que también es
concejal. A ella habría que colgarla de las tetas. Aunque, creo que no tiene. Es
más lisa que una tabla, hija de puta. Y perdone mi lengua, si usted es religioso.
--En realidad, soy religioso -dijo Bill, sonriente.
--Entonces le conviene bajarse de mi taxi y meterse en la iglesia, joder -dijo el
taxista.
Y los dos prorrumpieron en una carcajada.
--¿Hace mucho que vive aquí? -preguntó Bill.
--Toda la vida. Nací en el Hospital Municipal y me enterrarán en el cementerio de
Monte Esperanza.
--Ya -comentó Bill.
El taxista carraspeó, bajó la ventanilla y escupió al aire lluvioso un escupitajo
verdoso. Su actitud era de sombrío buen humor.
--El que recoja eso no tendrá que comprar chicles por una semana, joder. Y
perdone mi lengua si usted es religioso.
--No todo ha cambiado -dijo Bill. El deprimente desfile de bancos y
aparcamientos se iba deslizando hacia atrás a medida que ascendían por Center.
Más allá de la colina y pasando por el First National Bank, cobraron cierta
velocidad-. El Aladdin todavía está.
--Psé -reconoció el taxista-. Pero se salvó por los pelos. Los muy hijos de puta
querían tirarlo abajo.
--¿Para hacer otro banco? -preguntó Bill.