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él, junto al vaso de agua, había un frasco de plástico con una especie de culata en
la parte alta. Los accesorios eran más artísticos, pero la finalidad seguía siendo,
obviamente, la misma: se trataba de un inhalador. Sentado a una cabecera de la
mesa, observando al trío con expresión de ansiedad, diversión y concentración,
estaba Ben Hanscom.
Bill descubrió que su mano se le iba a la cabeza y se dio cuenta, con
melancólica diversión, que había estado a punto de frotarse la calva para ver si el
pelo le había vuelto por arte de magia, ese pelo rojo, fino, que había empezado a
perder antes de abandonar la universidad.
Eso quebró la burbuja: Richie no tenía gafas, notó, y pensó: "Probablemente
lleva lentillas. Es lógico. Odiaba aquellas gafas." Las camisetas y los pantalones
de pana que usaba en aquel entonces habían sido reemplazados por un traje a
medida de novecientos dólares, estimó Bill.
Beverly Marsh (si es que seguía llamándose Marsh) se había convertido en una
mujer de belleza deslumbradora. En vez de la despreocupada coleta lucía el pelo
(que conservaba casi exactamente su tonalidad anterior) suelto sobre los hombros
de su sencilla blusa blanca en un torrente de discreto color. En esa penumbra
relumbraba como un lecho de brasas cubiertas de ceniza. A la luz del día, aunque
fuera de un día nublado como aquél, se dijo Bill, lanzaría llamas. Y se descubrió
tratando de imaginar cómo sería hundir las manos en esa cabellera. "La historia
más vieja del mundo -se dijo-. Amo a mi esposa, pero ¡oh, criatura!"
Eddie había llegado a parecerse un poco a Anthony Perkins. Su cara tenía
arrugas prematuras (aunque en sus movimientos parecía más joven que Richie o
Ben) y los anteojos sin montura lo envejecían aún más. Llevaba el pelo corto,
peinado según el anticuado estilo de 1958 o 1960. Se había puesto una chillona
chaqueta deportiva a cuadros que parecía sacada de una liquidación por cierre...
pero en la muñeca llevaba un reloj Patek Philippe y en el dedo meñique de la
mano derecha lucía un rubí. La piedra era demasiado grande, vulgar y ostentosa
como para no ser auténtica.
El que había cambiado mucho era Ben y al mirarlo otra vez Bill sintió que la
irrealidad lo asaltaba. Su rostro era el mismo; su pelo, aunque encanecido y más
largo, seguía peinado con la inusual raya a la derecha. Pero Ben había
adelgazado. Se le veía muy cómodo en su silla con el sencillo chaleco de cuero
abierto, mostrando la camisa de cambray azul. Llevaba vaqueros, botas de
cowboy y un cinturón ancho con hebilla de plata. Esas prendas se ceñían con
holgura a un cuerpo delgado, de caderas estrechas. En una muñeca llevaba una
pulsera de eslabones gruesos no de oro sino de cobre. "Adelgazó -se dijo Bill-. Es
la sombra de lo que era... El viejo Ben adelgazó. Quién lo hubiera dicho."
Entre los seis reinó un momento de silencio que desafiaba cualquier descripción.
Fue uno de los momentos más extraños en la vida de Bill Denbrough. Si bien Stan
no estaba allí, había un séptimo comensal, sin lugar a dudas. Allí, en ese comedor
privado, Bill sintió su presencia tan patente que estaba casi personificada, pero no
balo la forma de un esqueleto con túnica blanca y una guadaña al hombro. Era la
zona en blanco en el mapa que se extendía entre 1958 y 1985, zona que algún
explorador habría podido llamar "El Gran Desconocido". Bill se preguntó qué había
allí exactamente. Beverly Marsh, con una falda corta que mostraba la mayor parte
de sus largas y delgadas piernas; una Beverly Marsh con botitos a go-go, el pelo