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desagradables. Los otros chicos me llamaban Toneles. Con eso os podéis hacer
una idea.
Las burlas se prolongaron unos siete meses Un día, mientras nos vestíamos en
el vestuario, después de la clase, dos o tres chicos empezaron a darme palmadas
en la barriga. Dijeron que era "batir grasa". Muy pronto se agregaron otros dos o
tres. Después, cuatro o cinco más. Y de pronto todos ellos estaban
persiguiéndome por el vestuario y el pasillo, pegándome en la barriga, en el culo,
en la espalda, en las piernas Me asusté y empecé a gritar. Entonces ellos rieron
como enloquecidos.
Francamente -dijo, bajando la mirada para ordenar sus cubiertos fue la última
vez que recuerdo haber pensado en Henry Bowers hasta que me llamó Mike hace
dos días. El muchacho que empezó todo eso era un campesino, con manos
grandes, curtidas. Mientras todos me perseguían recuerdo haber pensado que
Henry acababa de regresar. Creo... no, estoy seguro de que fue entonces cuando
caí presa del pánico.
Me persiguieron por el pasillo, más allá de los vestidores donde los del equipo
de fútbol guardaban sus cosas. Yo estaba desnudo y rojo como una langosta.
Había perdido todo sentido de la dignidad o... de mí mismo. De dónde estaba.
Pedía ayuda a gritos. Y ellos me seguían, gritando: "¡Vamos a batir grasa, vamos
a batir grasa!" Había un banco...
--No te obligues a contar todo esto -le dijo Beverly. Se había puesto pálida como
la ceniza. Estaba jugueteando con su vaso de agua y estuvo a punto de volcarlo.
--Deja que termine -dijo Bill.
Ben lo miró por un instante. Luego hizo un gesto de asentimiento.
--En el extremo del corredor había un banco. Caí sobre él y me golpeé la
cabeza. Un minuto después estaban todos alrededor de mí. Y entonces se oyó
una voz que decía: "Bueno, basta. A cambiarse todo el mundo."
Era el entrenador que estaba en el umbral de la puerta con su equipo azul de
gimnasia y su camiseta blanca. Nadie hubiera podido decir cuánto tiempo llevaba
allí. Todos lo miraron; algunos sonriendo; otros con cara de culpables; otros
inexpresivos. Y se fueron. Y yo rompí a llorar.
El entrenador siguió allí, de pie en el umbral de la puerta que daba al gimnasio,
observándome; observando a aquel chico gordo, desnudo, enrojecido por el batido
de grasa, que lloraba en el suelo. Y por fin dijo: "Benny, ¿por qué no te callas,
joder?"
Para mí fue una sorpresa tan grande oír esas palabras en boca de un profesor
que obedecí. Levanté la vista hacia él y él se acercó para sentarse en el banco. Se
inclinó hacia mí; el silbato que le colgaba del cuello se balanceó y me golpeó en la
frente. Por un segundo creí que iba a besarme o algo así; me eché hacia atrás,
pero lo que hizo fue cogerme un pezón con cada mano y apretar. Después se frotó
las palmas en los pantalones, como si hubiera tocado algo sucio.
"¿Crees que voy a consolarte?", me preguntó. "Pues no. A ellos los asqueas, y a
mí también. Tenemos motivos diferentes, pero eso es porque ellos son chicos y yo
no. Ellos no saben por qué los asqueas. Yo sí. Es porque te veo sepultar el buen
cuerpo que Dios te ha dado en un saco de grasa. Eso es una estúpida
autoindulgencia; me da ganas de vomitar. Y ahora vas a escucharme, Benny,
porque no pienso repetírtelo. Tengo que encárgame del equipo de fútbol, del de