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que criar sola a un varón. No tenía educación ni oficio en especial, salvo su
voluntad de trabajar. Si podía servirme un segundo plato y mirar al otro lado de la
mesa y verme robusto, sólido...
--Sentía que estaba ganando la batalla -sugirió Mike.
--Exacto. -Ben bebió el resto de su cerveza y se limpió un bigotito de espuma
con el dorso de la mano-. Así que la peor de las guerras no la tuve con mi cabeza
sino con mi madre. Ella no lo aceptaba; tardó meses en convencerse. No me
arreglaba la ropa ni quería comprarme ropa nueva. Por entonces yo vivía
corriendo, iba a todas partes a la carrera, a veces el corazón me palpitaba tanto
que me sentía a punto de perder el conocimiento. La primera vez que corrí un
kilómetro terminé vomitando y me desmayé. Después, durante un tiempo, sólo
vomitaba. Y al cabo de varias semanas, tenía que sostenerme los pantalones para
correr.
Conseguí un reparto de diarios; corría con la bolsa colgada del cuello,
rebotándome contra el pecho, mientras me sujetaba los pantalones. Mis camisas
empezaban a parecer velas de lona. Y por la noche, cuando llegaba a casa y
comía sólo la mitad de mi plato, mi madre rompía en lágrimas y decía que yo me
estaba matando de hambre, que iba a morirme, que ya no la quería, que no me
importaba lo mucho que trabajaba para mantenerme.
--Cielos -murmuró Richie, encendiendo un cigarrillo-. No sé cómo te las
arreglaste, Ben.
--Recordando la cara del entrenador -dijo Ben-. Recordaba su expresión
después de estrujarme los pezones en aquel pasillo. Así lo conseguí. Con el
dinero que me pagaban por el reparto, me compré vaqueros y ropa. Cuando Henry
me arrojó a Los Barrens y los vaqueros se me destrozaron también tuve que
comprarme otros.
--Sí -recordó Eddie, sonriendo-. Y me sugeriste lo del batido. ¿Recuerdas eso?
Ben asintió.
--Si me acordé de eso -prosiguió-, fue sólo por un instante. Por entonces, en la
escuela, inicié el curso de salud y alimentación, y descubrí que se podía comer
casi toda la verdura que se deseara sin aumentar de peso. Una noche mi madre
preparó una ensalada de lechuga, espinaca, trocitos de manzana y un sobrante de
jamón. Nunca me ha gustado mucho esa comida de conejos, pero comí tres
porciones y la alabé hasta cansarme.
Eso ayudó a solucionar el problema. A mi madre no le interesaba mucho lo que
yo comiera, siempre que comiera mucho. Me sepultó en ensaladas. Pasé los tres
años siguientes comiendo verdura. A veces tenía que mirarme al espejo para
asegurarme de que no estuvieran creciéndome orejas y dientes de conejo.
--¿Y qué pasó con el entrenador? -preguntó Eddie-. ¿Entraste en el equipo de
atletismo? -Tocó su inhalador, como si la idea de correr se lo hubiera recordado.
--Oh, sí -dijo Ben-. Los cien y los doscientos metros. Por entonces había perdido
treinta kilos y crecido cinco centímetros, así que la gordura restante estaba mejor
distribuida. El primer día de las pruebas para la selección gané los cien metros de
largo; y también los doscientos. Entonces me acerqué al entrenador, que de
furioso habría podido masticar clavos y escupir grapas, y le dije: "Va siendo hora
de que vuelva a cosechar maíz de pueblo en pueblo. ¿Cuándo regresa a
Kansas?"