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Una parte de él descubría, divertida, que la otra parte se horrorizaba ante la
                idea. No podía creer que nadie en su sano juicio quisiera derribar esa majestuosa
                cúpula, con su centelleante araña de cristal, sus curvas escalinatas y su
                elefantiásico telón que no se limitaba a abrirse cuando empezaba el espectáculo,
                sino que se elevaba en mágicos pliegues, pinzas y drapeados, todo iluminado
                desde abajo en tonos de rojo, azul, amarillo y verde, mientras las poleas, arriba,
                gruñían y repiqueteaban. "El Aladdin noexclamaba esa horrorizada parte de él-.
                ¿Cómo pudieron siquiera pensar en derribar el Aladdin para hacer un banco?"
                   --Claro, un banco -dijo el taxista-. Ha acertado, señor. Era el Mercantil de
                Penobscot el que le había echado el ojo, los muy bastardos (perdone mi lengua, si
                es religioso) querían tirarlo abajo y hacer una "galería bancaria", como decían
                ellos. Ya tenían todos los papeles tramitados y el Aladdin estaba clausurado.
                Entonces un grupo de gente formó un comité, toda gente que vivía aquí desde
                hacía mucho, y presentaron peticiones, hicieron manifestaciones y gritaron hasta
                que hubo una asamblea pública. Y Hanlon les dio una buena patada en el culo a
                los del Mercantil.
                   El taxista parecía satisfecho.
                   --¿Hanlon? -preguntó Bill, sobresaltado-. ¿Mike Hanlon?
                   --Exacto -afirmó el taxista. Se volvió por un momento para mirar a Bill,
                descubriendo una cara redonda y mofletuda, con gafas de carey que tenían viejas
                motas de pintura blanca en las patillas-. El bibliotecario. Un negro. ¿Lo conoce?
                   --Lo conocía -dijo Bill, recordando cómo había conocido a Mike en julio de 1958.
                   Había sido por Bowers, Huggins y Criss, otra vez, por supuesto. Bowers,
                Huggins y Criss
                   (oh, cielos)
                   por todas partes, desempeñando su propio papel, como inconscientes grapas
                que los habían unido a los siete.
                   --Jugábamos juntos, de niños -agregó-. Antes de que yo me fuese.
                   --Vaya, mire por dónde -dijo el taxista-. Qué pequeño es este mundo de mierda,
                perdone...
                   --... mi lengua si usted es religioso-terminó Bill, al unísono.
                   --Mire por dónde -repitió el taxista, cómodamente. Viajaron en silencio un rato,
                antes de que él dijera-: Derry ha cambiado mucho. Pero sí, muchas cosas siguen
                como antes. El Town House, donde lo recogí. La torre-depósito en el Memorial
                Park. ¿Se acuerda de ese lugar, señor? Cuando éramos pequeños decíamos que
                estaba hechizado.
                   --Lo recuerdo.
                   --Mire, allí está el hospital. ¿Lo reconoce?
                   A la derecha se veía el hospital Municipal de Derry. Detrás de él corría el
                Penobscot, hacia su encuentro con el Kenduskeag. Bajo el lluvioso cielo de
                primavera, el río tenía el color opaco del peltre. El hospital que Bill recordaba (un
                edificio de madera blanca, con dos alas y tres plantas) aún estaba allí, pero
                rodeado y empequeñecido por un complejo de edificios que sumaban quizá una
                docena. A la izquierda había un aparcamiento con más de quinientos coches.
                según su cálculo.
                   --¡Por Dios, eso no es un hospital! ¡Parece el recinto de una universidad, coño! -
                exclamó Bill.
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