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Volvió a guardar silencio, pero esa vez no bebió agua; se limitó a mirar el rincón
más alejado de su habitación, mientras un timbre sonaba suavemente fuera y una
enfermera pasaba frente a la puerta abierta, haciendo chirriar levemente el linóleo.
Se oía un televisor en alguna parte y una radio. Recuerdo haber oído el viento que
soplaba fuera. Y aunque era pleno verano, el viento hacía un ruido frío. No sabía
nada de Los cien de Caín, que emitían por televisión, ni de los Four Seasons, que
cantaban Camina como hombre por la radio.
--Probablemente se reunieron en la casa de alguien, tal vez en el sótano, para
ponerse las sábanas y preparar las antorchas que usaban -prosiguió, por fin.
Me han dicho que otros entraron directamente en la base por Ridgeline Road,
que era la entrada principal. No voy a decir quién, pero me contaron que llegaron
en un Packard, con sus sábanas blancas, sus bonetes blancos y sus antorchas.
Había un puesto de control donde Ridgeline Road se desviaba de Witcham Road
para entrar en la base, y el oficial de guardia los dejó pasar.
Era sábado por la noche y el local estaba atestado de gente que bailaba. Había
doscientas o trescientas personas. Y llegaron esos blancos, siete u ocho, en su
Packard verde botella; otros venían por entre los árboles que separaban la base
de las casas elegantes de Broadway Oeste. No eran jóvenes, en su mayoría; a
veces me pregunto cuántos casos de angina y úlceras sangrantes habrá habido al
día siguiente. Espero que muchos. ¡Esos malditos asesinos!
El Packard estacionó en la colina y encendió dos veces los faros. Tres o cuatro
hombres bajaron y se reunieron con el resto. Algunos tenían esas latas de cuatro
litros que se compraban en las estaciones de servicio, llenas de gasolina. Todos
llevaban antorchas. Uno de ellos se quedó al volante del Packard. Mueller tenía un
Packard, ¿sabes? Ya lo creo que sí. Y era verde.
Se reunieron detrás del Black Spot y empaparon sus antorchas con gasolina. Tal
vez sólo querían asustarnos. He oído otra cosa, pero también oí eso. Preferiría
creer que sus intenciones eran ésas, porque no tengo maldad suficiente para creer
lo peor.
Puede que la gasolina chorreara por los mangos de esas antorchas y que, al
encenderlas, los que las sostenían se asustaran y las arrojaran al suelo. Como
sea, aquella negra noche de otoño se encendió de pronto con luz de antorchas.
Algunos las sostenían en alto y las agitaban; algunos trozos de estropajo cayeron
sobre ellos. Otros reían. Pero hubo algunos que las arrojaron por las ventanas
traseras, a nuestra cocina. En un minuto y medio el club ardía como un infierno.
Los hombres de fuera ya tenían puestas sus puntiagudas capuchas blancas.
Algunos entonaban: "¡Salid, negros! ¡Salid, negros! ¡Salid, negros!" Algunos quizá
lo decían para asustarnos, pero creo que casi todos trataban de advertirnos, así
como prefiero creer que esas antorchas cayeron en nuestra cocina por casualidad.
De cualquier modo, no importaba mucho. La banda estaba tocando a pleno
pulmón. Todo el mundo lanzaba exclamaciones, aplaudía y disfrutaba. Dentro,
nadie se dio cuenta de que algo iba mal hasta que Gerry Mcgrew, que esa noche
era ayudante de cocina, abrió la puerta de la cocina y estuvo a punto de morir
quemado como por un soldador. Las llamas saltaron tres metros y le achicharraron
la chaquetilla de camarero. También le quemaron casi todo el pelo.
Yo estaba sentado hacia la mitad, por el lado del oeste, con Trev Dawson y Dick
Hallorann, cuando ocurrió. Al principio pensé que había estallado la cocina de gas.