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--Commen ça va? -dice él en ese francés del valle Saint John que parece casi el
                que hablan los mestizos del Mississippi. Y sonríe tanto que se le ven los cuatro
                dientes-. ¡Me lo imaginaba! ¡Es que vi uno en un libro! También tenía esos...
                esos...
                   Y como no sabe expresar lo que está pensando, me da una palmada en la boca.
                   --Los labios gordos -dije.
                   --¡Sí, eso! -Y rió como un chico-. ¡Labios gogdos! Épais lévres! ¡Labios gordos!
                ¡Te invito a una cerveza!
                   --Muy bien -dije, por seguirle la corriente.
                   Eso también lo hizo reír. Me dio en la espalda unas palmadas que casi me
                arrojan de bruces y se abrió paso hasta el mostrador, donde había setenta
                hombres y quince mujeres, más o menos.
                   --¡Dos cervezas ahora mismo, capullo! -le chilló al tabernero, que era un
                grandullón de nariz partida llamado Romeo Duprée-. ¡Una para mí y otra pour
                l.homme avec les épais lévres! -Y todos rieron, sin maldad, Mikey.
                   La cuestión es que toma las cervezas, me da la mía y dice:
                   --¿Cómo te llamas? No quiero llamarte Labios Gordos. No queda bien.
                   --William Hanlon -le digo.
                   --Bueno, a tu salud, William Anlon -me dice.
                   --No, a la suya. Usted es el primer blanco que me paga una copa. -Y era cierto.
                   Bebimos esas cervezas y después otras dos más. Y él me dice:
                   --¿Seguro que eres negro? Porque, aparte de esos labios gordos, yo te veo
                blanco de piel parda.
                   Mi padre se echó a reír y yo hice otro tanto. Él rió tanto que empezó a dolerle el
                vientre. Tuvo que sujetárselo, haciendo una mueca, con los ojos en blanco y
                mordiéndose el labio inferior.
                   --¿Quieres que llame a la enfermera, papá? -le pregunté, alarmado.
                   --No, no, ya pasará. Lo peor de esto, Mikey, es que no puedes reírte cuando
                tienes ganas. Cosa que ocurre muy pocas voces.
                   Guardó silencio por unos momentos. Ahora comprendo que sólo esa vez
                estuvimos cerca de mencionar lo que estaba matándolo.
                   Tal vez habría sido mejor para ambos el haber hablado más.
                   Él tomó un sorbo de agua y prosiguió:
                   --De cualquier modo, los que no nos querían allí no eran las pocas mujeres que
                recorrían esas pocilgas ni los leñadores que iban a buscarlas, sino los cinco viejos
                del Concejo Municipal, ellos y los diez o doce que los apoyaban: la vieja guardia
                de Derry, ¿comprendes? Ninguno de ellos había pisado nunca el Paraíso ni el
                Rincón de Wally; ellos se emborrachaban en el club campestre que por entonces
                estaba en las Lomas de Derry, pero querían asegurarse de que ninguno de esos
                leñadores ni de esas zorras viejas se contaminara con la compañía de los negros
                de la compañía E.
                   Así que el mayor Fuller le dijo:
                   --Yo nunca los quise aquí. Sigo pensando que es un error. Deberían enviarlos de
                nuevo al Sur, o a Nueva Jersey.
                   --Ése no es mi problema -le dijo aquel viejo diablo. Mueller, creo que se llamaba.
                   --¿El padre de Sally Mueller? -le interrumpí, sobresaltado.
                   Sally Mueller estaba en la secundaria conmigo.
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