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Es su voz lo que recuerdo, la voz de mi padre, baja y lenta, sus risas entre
dientes y sus carcajadas francas. Hace una pausa para encender la pipa o
sonarse la nariz; a veces va en busca de una lata de cerveza a la nevera. Esa voz,
que para mí de algún modo es la voz de todas las voces, la voz de todos los años,
la voz última de este lugar: la que no está en las entrevistas de Ives ni en ninguna
de las pobres historias de este lugar... ni en mis propias cintas grabadas.
La voz de mi padre.
Ahora son las diez; la biblioteca cerró hace una hora; fuera se está iniciando una
buena ventisca. Oigo que diminutos espéculos de aguanieve golpean las ventanas
y el corredor acristalado que lleva a la biblioteca infantil. También oigo otros
ruidos: crujidos y suaves choques sigilosos fuera del círculo luminoso donde me
he sentado, escribiendo en las hojas amarillas de un bloc. Sólo ruidos de un viejo
edificio que se asienta, me digo... pero no sé. No sé si fuera, en algún lugar de
esta tormenta, hay un payaso vendiendo globos en la noche.
Bueno... no importa. Creo que por fin me he abierto paso hasta el relato final de
mi padre. Se lo escuché, en el hospital, seis semanas antes de que muriera.
Yo iba a visitarlo con mi madre todas las tardes, al salir de la escuela, y otra vez
al anochecer, solo. Mi madre tenía que quedarse en casa con sus labores, a esa
hora, pero insistía en que yo fuera. Iba en mi bicicleta, porque mi madre no me
dejaba hacer autostop, ni siquiera cuatro años después del último asesinato.
Fueron seis semanas difíciles para un chico de sólo quince años. Yo quería a mi
madre, pero llegué a detestar esas visitas nocturnas; lo veía arrugarse y
empequeñecerse, veía extenderse y adentrarse en su cara los pliegues del dolor.
A veces lloraba, aunque trataba de dominarse. Y cuando llegaba el momento de
volver a casa estaba ya oscureciendo, y yo pensaba otra vez en el verano de
1958, y temía mirar hacia atrás, porque allí podría estar el payaso... o el hombre-
lobo... o la momia de Ben... o mi pájaro. Pero temía, sobre todo, que la forma
asumida por Eso, cualquiera fuese, fuera la cara de mi padre, asolada por el
cáncer. Entonces pedaleaba tan rápido como me era posible, por mucho que el
corazón me palpitara en el pecho; entraba tan acalorado y sudoroso que mi madre
decía:
--¿Por qué te das tanta prisa, Mikey? Te vas a enfermar.
Y yo decía:
--Quería llegar a tiempo para ayudarte con las tareas.
Entonces ella me daba un beso y un abrazo, diciéndome que era un buen chico.
Con el correr del tiempo llegó a resultarme difícil encontrar tema de
conversación con él. Mientras iba hacia el centro me devanaba los sesos en busca
de algo que contarle, temiendo el momento en que ambos nos quedáramos sin
nada que decir. Su agonía me asustaba y me ponía furioso, pero también me
avergonzaba; entonces y ahora, me parecía que la muerte, para un hombre o una
mujer, debería ser algo rápido. El cáncer estaba haciendo más que matarlo: lo
degradaba, lo envilecía.
Nunca hablábamos del cáncer, y a veces yo pensaba que debíamos tocar el
tema, que no había nada más; entonces quedábamos desconcertados, como los
chicos que se encuentran sin asiento en el juego de las sillas. Yo entraba en una
especie de frenesí, tratando de decir algo, ¡cualquier cosa!, con tal de no
reconocer eso que estaba aniquilando a mi padre, el que una vez había sujetado a