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Se la di. El bebió y tuvo un acceso de tos. Una enfermera que pasaba asomó la
cabeza y dijo:
--¿Necesita algo, señor Hanlon?
--Un juego de intestinos nuevos -dijo mi padre-. ¿Tiene alguno a mano, Rhoda?
Ella le dedicó una sonrisa nerviosa y vacilante, antes de seguir de largo. Mi
padre me entregó el vaso y yo lo puse sobre la mesa.
--Lleva más tiempo contar que recordar. ¿Vas a llenarme otra vez el vaso antes
de irte?
--Claro, papá.
--¿Esta historia va a darte pesadillas, Mikey?
Abrí la boca para mentir, pero lo pensé mejor. Y ahora pienso que, si hubiera
mentido, él se habría interrumpido allí mismo. Por entonces estaba muy perdido,
pero quizá no tanto.
--Creo que sí -dije.
--Eso no es tan malo. En las pesadillas podemos pensar lo peor. Supongo que
para eso son.
Alargó la mano y yo la tomé. Así estuvimos mientras él terminaba.
--Me volví a tiempo para ver a Trev y Dick, que iban hacia el frente del edificio;
corrí tras ellos, aún tratando de recobrar el aliento. Había cuarenta o cincuenta
personas allí fuera; algunas lloraban, otras vomitaban, las había gritando y
haciendo las tres cosas al mismo tiempo. Algunos yacían en el pasto, desmayados
por el humo. La puerta estaba cerrada y se oían alaridos al otro lado; la gente
aullaba pidiendo salir, por el amor de Dios, que estaban quemándose.
Era la única puerta, aparte de la que comunicaba la cocina con el trastero. Para
entrar había que empujar la puerta. Para salir se tiraba de ella. Algunas personas
habían salido; después, la misma gente empezó a apelotonarse y a empujar
contra la puerta, que se cerró. Los que estaban atrás seguían empujando para
alejarse del fuego y todo el mundo quedó atascado. Los de delante quedaron
aplastados. No había modo de abrir esa puerta contra el peso de todos los que
empujaban. Allí estaban, atrapados, mientras el incendio rugía.
Fue Trev Dawson quien hizo que murieran sólo unos ochenta, en vez de
doscientos, y por su esfuerzo no le dieron una medalla sino dos años en la prisión
militar de Rye. Porque en ese momento se acercó un camión grande y viejo,
conducido por mi viejo amigo el sargento Wilson, el dueño de todos los agujeros
de la base.
Baja y empieza a vociferar órdenes incongruentes y que, de cualquier modo, la
gente no podía oír. Trev me tomó del brazo y corrimos hacia él. Yo había perdido
de vista a Dick Hallorann, por entonces; ni siquiera lo vi hasta el día siguiente.
--¡Necesito este camión, sargento! -le chilla Trevor a la cara.
--No me estorbes, negro piojoso -dice Wilson, y lo empuja. Y sigue gritando
todas esas tonterías confusas. Nadie le prestaba atención, pero de cualquier modo
no le duró mucho, porque Trevor dawson lo tumbó de un puñetazo.
Trev podía pegar muy fuerte; cualquier otro hombre habría quedado en el suelo,
pero ese idiota tenía una cabeza dura. Se levantó, chorreando sangre por la nariz
y la boca, y dijo:
--Te voy a matar, negro cabrón.