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escamas de herrumbre. "Allí abajo, donde el sol nunca brilla y la noche nunca
                cesa", pensó.
                   Imaginó el extremo de la cinta, con su pequeño tope de acero, deslizándose más
                y más en la oscuridad. Una parte de su mente gritaba: "¿Qué estás haciendo?" No
                ignoró su voz... pero no podía hacerle caso. El extremo de la cinta bajaba ahora
                en línea recta hacia el sótano. Lo imaginó golpear contra las tuberías de la
                cloaca... y en ese momento la cinta volvió a detenerse.
                   Beverly la sacudió otra vez. Hubo un sonido espectral, como el de un serrucho
                vibrando. Vio mentalmente el extremo metálico revolviéndose contra el fondo de
                esa tubería más ancha que debía tener un revestimiento de cerámica. Lo vio
                curvarse... y luego empujó un poco más.
                   Un metro ochenta, dos. Dos cincuenta.
                   Y de pronto, la cinta comenzó a correr entre sus manos por sí misma, como si
                algo tirara del otro extremo. No sólo tiraba: corría con ella. Beverly miró la cinta
                que se desenroscaba, los ojos como platos y la boca convertida en un círculo de
                miedo. Miedo sí, pero no sorpresa. Lo había sabido desde un principio. Había
                sabido que ocurriría.
                   La cinta llegó a su fin. Seis metros.
                   Una risa suave brotó del desagüe, seguida de un susurro que era casi un
                reproche:
                   --Beverly, Beverly... no puedes luchar contra nosotros... Si lo intentas morirás...
                Si lo intentas morirás... Beverly...
                   Algo chasqueó dentro del estuche metálico y, de pronto, la cinta comenzó a
                enroscarse con celeridad. Los números y las marcas pasaban como un borrón. En
                los últimos dos metros, el amarillo se trocó en un rojo oscuro y chorreante. Beverly
                soltó un grito y la dejó caer al suelo, como si se hubiera convertido en una
                serpiente.
                   Otra vez había sangre fresca goteando en la porcelana blanca del lavabo y
                escurriéndose por el sumidero. La niña se inclinó, sollozando; el miedo era un
                peso congelado en su estómago. Recogió la cinta entre el pulgar y el índice.
                Sosteniéndola así, lejos de su cuerpo, la llevó a la cocina. Mientras caminaba, la
                sangre goteó al linóleo desteñido del pasillo y la cocina.
                   Se tranquilizó pensando en qué diría su padre, en qué le haría su padre, si
                descubría que había ensangrentado la cinta. Claro que él no podría ver esa
                sangre.
                   Cogió uno de los trapos limpios y volvió al baño. Antes de empezar a limpiar
                ajustó el tapón de goma en el sumidero para cerrar aquel ojo. La sangre estaba
                fresca y fue fácil limpiarla. Siguió sus propias huellas limpiando las grandes gotas
                en el linóleo. Después enjuagó el paño y lo estrujó.
                   Cogió un segundo trapo para limpiar la cinta métrica. La sangre estaba espesa,
                viscosa. En dos sitios había formado coágulos oscuros.
                   Aunque la sangre sólo cubría los últimos dos metros, o menos, ella limpió la
                cinta en toda su longitud, para retirar cualquier rastro de su paso por las tuberías.
                Luego la guardó en el armario y llevó los dos trapos sucios a la parte trasera del
                apartamento.
                   La señora Doyon seguía gritándole a Jim. Su voz sonaba clara, casi como una
                campana, en la tarde silenciosa y cálida.
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