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--¡Petirrojos! -vociferó en la oscuridad.
                   Y por un momento, la cosa que se aproximaba (estaba a menos de cinco pasos)
                vaciló. Y por un momento Stan sintió que la puerta cedía.
                   Pero ya no estaba acurrucado contra ella. Se irguió en toda su estatura, en la
                oscuridad. Se humedeció los labios y comenzó a entonar:
                   --¡Petirrojos! ¡Grullas!¡Alondras! ¡Tanagras escarlatas! ¡Grajos! ¡Carpinteros!
                ¡Paros! ¡Ruiseñores! ¡Pelí...!
                   La puerta se abrió con un chirrido de protesta y Stan dio un paso hacia atrás,
                hacia el aire neblinoso. Cayo de espaldas en la hierba seca. Había doblado el
                álbum casi por la mitad; más tarde, aquella misma noche, descubriría las nítidas
                huellas de sus dedos, hundidos en la cubierta, como si estuviera encuadernado
                con algún material esponjoso y no en cartón duro.
                   No trató de levantarse sino que clavó los talones en el suelo arrastrando el
                trasero por el césped resbaladizo. Tenía los labios apretados. Dentro de ese
                rectángulo oscuro veía ano dos pares de piernas por debajo de la sombra diagonal
                arrojada por la puerta, ahora entornada. Veía vaqueros que, al pudrirse, habían
                tomado un color negro purpúreo. Hilos color naranja se adherían a las costuras y
                el agua chorreaba desde los bajos doblados, encharcando los zapatos, casi
                completamente podridos, que dejaban al descubierto dedos purpúreos e
                hinchados.
                   Las manos pendían a los costados, laxas, demasiado largas y cerúleas. De cada
                dedo colgaba, balanceándose, un pequeño pompón naranja.
                   Stan, sosteniendo su álbum doblado como un escudo, con la cara mojada por la
                llovizna, el sudor y las lágrimas, susurraba en un ronco sonsonete:
                   --Gorriones... papagayos... picaflores... albatros... kiwis...
                   Una de aquellas manos se movió mostrando una palma de la que el agua
                interminable había borrado todas las líneas, dejando algo tan idiotamente suave
                como la mano de un maniquí.
                   Un dedo se desenroscó... y volvió a enroscarse. El pompón se balanceaba,
                saltando.
                   Lo llamaba por señas.
                   Stan Uris, que moriría en una bañera veintisiete años después, con los
                antebrazos abiertos en canal, se irguió sobre las rodillas; después, sobre los pies;
                por fin echó a correr. Cruzó corriendo Kansas Street sin mirar a los lados y se
                detuvo en la otra acera, jadeando, para echar un vistazo atrás.
                   Desde allí no veía la puerta de la torre depósito. Sólo la torre, gruesa pero grácil,
                erguido en la oscuridad.
                   --Estaban muertos -susurró Stan, espantado.
                   Se volvió bruscamente y echó a correr hacia su casa.



                   11.

                   La secadora se había detenido. También Stan.
                   Los otros tres se limitaron a mirarlo por un largo momento. Su piel estaba casi
                tan gris como el anochecer de abril que acababa de narrarles.
                   --Jolín -dijo Ben, por fin.
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