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"Bueno, entonces no fue la puerta lo que oíste -pensó-. Tal vez un avión de
                propulsión. Probablemente la puerta estaba abierta desde un prin..."
                   Su pie golpeó algo. Stan bajó la vista y vio que era un candado. Mejor dicho: los
                restos de un candado. Alguien lo había reventado. De su cuerpo asomaban flores
                de metal, mortíferamente afiladas.
                   Stan, con el entrecejo fruncido, volvió a abrir la puerta y miró dentro.
                   Una escalera estrecha llevaba hacia arriba describiendo una espiral. La
                barandilla de la escalera era de madera y se apoyaba en gigantescas vigas que
                parecían unidas por cuñas y no por clavos.
                   Algunas de esas cuñas parecían más gruesas que el brazo de Stan.
                   --¿Hay alguien aquí? -preguntó Stan.
                   No hubo respuesta.
                   Tras una breve vacilación avanzó un paso para ver mejor la angosta garganta de
                la escalera. Nada. Richie habría dicho que aquello era ciudad Escalofrío. Se volvió
                para salir... y entonces oyó música.
                   Era débil, pero la reconoció: música de organillo.
                   Inclinó la cabeza para escuchar; la arruga de su frente comenzó a borrarse.
                Música de organillo, claro, la música de los carnavales y las ferias. Conjuraba
                recuerdos tan deliciosos como efímeros: palomitas de maíz, algodón de azúcar,
                buñuelos fritos, repiquetear de cadenas en atracciones como el Gusano Loco, el
                Látigo y las Tazas.
                   El ceño cedió paso a una sonrisa dubitativa. Stan subió un paso, luego otro, con
                la cabeza inclinada. Hizo una pausa. Como si pensando en las ferias se pudiera
                crear una, hasta podía oler el maíz tostado, el algodón de azúcar, los buñuelos...
                ¡y más aún!: pimientos, salchichas, humo de cigarrillos, aserrín. Y también el olor
                del vinagre blanco, de ese que se echa a las patatas fritas. Se olía a mostaza,
                amarilla y muy caliente, como la que se pone a las salchichas con una cuchara de
                madera.
                   Aquello era asombroso... increíble... irresistible.
                   Subió otro peldaño. Fue entonces cuando oyó pasos ansiosos y susurrantes que
                descendían. Inclinó la cabeza otra vez. La música de feria había cobrado volumen,
                como para disimular los pasos. Llegó a reconocer la melodía: era Camptown
                Races.
                   Pasos, sí, pero no exactamente pasos susurrantes. En realidad sonaban...
                acuosos. Como si alguien caminara con botas de goma llenas de agua.
                   Camptown ladies sing dis song, doodah doodah
                   (Cuish-cuish)
                   Camptown Racetrack nine miles Long, doodah doodah
                   Scnish-losh...
                   Vio sombras bamboleándose en la pared, sobre él. El terror atenazó la garganta
                de Stan. Era como tragarse algo caliente y horrible, un repulsivo medicamento que
                lo galvanizaba a uno como la electricidad. Las sombras lo provocaron.
                   Los vio sólo por un momento. Tuvo apenas ese breve tiempo para observar que
                eran dos, que iban encorvados y con aspecto antinatural. Tuvo sólo ese momento
                porque la luz se estaba yendo rápidamente. Y en el momento en que giraba, la
                pesada puerta de la torre se cerró a su espalda.
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