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Stan los arrojó a una secadora y puso otros diez centavos. La máquina empezó
a girar mientras Stan volvía a su asiento entre Eddie y Ben.
Por un momento, los cuatro guardaron silencio, observando girar y caer los
trapos en la máquina. El zumbido de la secadora era tranquilizante, casi
soporífero. Una mujer pasó junto a la puerta con un carrito lleno de provisiones;
les echó un vistazo y siguió caminando.
--Sí, vi algo -dijo Stan súbitamente-. No quería hablar de eso porque prefería
pensar que era un sueño o algo así. Tal vez un ataque, como los que tiene ese
chico Stavier. ¿Alguno de ustedes lo conoce?
Ben y Bev sacudieron la cabeza. Eddie dijo:
--¿Ese que tiene epilepsia?
--Ese, sí. Ya podéis imaginaros si fue grave. Yo habría preferido pensar que era
algo así y no que había visto algo... real, de verdad.
--¿Qué fue? -preguntó Bev.
Pero no estaba segura de querer saberlo. Aquello no era como escuchar relatos
de fantasmas junto a la hoguera de un campamento mientras uno comía
salchichas y carne asadas. Allí, en esa lavandería automática de ambiente
sofocante, se veían grandes rollos de pelusa bajo las máquinas de lavar
(cagarrutas de fantasma, los llamaba su padre), motas de polvo bailando en los
cálidos rayos de sol que entraban por la sucia ventana, y revistas viejas con las
cubiertas rotas. Eran todas cosas normales. Bonitas, normales y aburridas. Pero
tenía miedo. Tenía muchísimo miedo. Porque sentía que esos relatos no eran
invenciones, que esos monstruos no eran inventados: la momia de Ben, el leproso
de Eddie... Cualquiera de ellos o ambos podían salir por la noche, tras la puesta
del sol. O el hermano de Bill Denbrough, manco e implacable, navegando por las
negras cloacas de la ciudad con monedas de plata en vez de ojos.
Sin embargo, como Stan no respondía inmediatamente, insistió:
--¿Qué fue? Stan comenzó con cuidado:
--Estaba en ese pequeño parque, donde está la torre depósito...
--Oh, Dios, no me gusta ese lugar -dijo Eddie lúgubremente-. Si hay en Derry un
lugar maldito, es ése.
--¿Qué? -exclamó Stan, ásperamente-. ¿Qué dijiste?
--¿No sabes lo que pasaba allí? -se extrañó Eddie-. Mi madre no me dejaba
acercar aun antes de que empezaran los asesinatos de chicos. Ella... me cuida
mucho. -Les ofreció una sonrisa intranquila y apretó el inhalador que tenía en el
regazo-. Es que allí se ahogaron algunos chicos. Tres o cuatro. Se... ¿Stan? Stan,
¿te sientes bien?
La cara de Stan Uris estaba gris. Su boca se movía sin sonidos. Sus ojos se
quedaron en blanco. Una mano trató débilmente de asir el aire y luego cayó contra
el muslo.
Eddie hizo lo único que se le ocurrió: se inclinó hacia él, rodeó con su brazo los
hombros caídos de Stan y le puso el inhalador en la boca disparando un buen
chorro.
Stan comenzó a toser y a hacer arcadas. Se irguió, con los ojos otra vez
enfocados y tosió contra el hueco de las manos. Por fin, aspiró profundamente y
volvió a reclinarse contra la silla.