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descompresión. Lo leí en El libro de los récords, me parece. -Hizo una pausa y rió,
                intranquila. Kay la miraba con sobriedad, casi solemne-. Pero en tu lugar lo
                cobraría muy pronto, antes de que a Tom se le ocurra cancelar las cuentas.
                   Aunque no se siente cansada (sabe, sin embargo, que a esas alturas funciona a
                base de pura energía nerviosa y café) la noche anterior le parece algo soñado.
                   Recuerda haber sido seguida por tres adolescentes que la llamaban y silbaban,
                pero sin atreverse a abordarla. Recuerda su alivio al ver el blanco resplandor
                fluorescente de una tienda nocturna, volcado sobre las aceras, en una esquina.
                Recuerda que entró y dejó que el encargado, lleno de granos en la cara, le mirara
                la pechera de la blusa vieja, mientras lo convencía de que le prestara cuarenta
                centavos para el teléfono público. No fue difícil, considerando el espectáculo que
                estaba ofreciendo.
                   Llamó primero a Kay Mccall marcando de memoria. El teléfono sonó diez o doce
                veces; empezaba a temer que Kay estuviera fuera de casa cuando su voz
                soñolienta murmuró:
                   --Que la excusa sea buena, quienquiera que sea.
                   --Soy Bev -dijo, vacilando. Luego se lanzó de lleno-. Necesito ayuda.
                   Hubo un silencio. Por fin Kay volvió a hablar. Ahora parecía totalmente
                despierta.
                   --¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?
                   --Estoy en una tienda nocturna, en la esquina de Streyland Avenue y no sé qué
                calle. Acabo de abandonar a Tom.
                   Su amiga, enfática y excitada repuso:
                   --¡Bien! ¡Por fin! Iré a buscarte. ¡Ese hijo de puta! ¡Ese mierda! Iré a buscarte en
                el Mercedes, ¡con bombos y platillos!
                   --Voy a tomar un taxi -dijo Bev, sosteniendo los otros veinte centavos en la mano
                sudorosa. En el espejo redondo de la pared posterior vela que el empleado le
                miraba el trasero con profunda y soñadora concentración.
                   --Pero tendrás que pagarme el taxi cuando llegue. No tengo dinero. Ni un
                centavo.
                   --Le daré cinco dólares de propina -exclamó Kay-. ¡Me has dado la mejor noticia
                desde que Nixon renunció! Date prisa, mujer, y... -Hizo una pausa. Cuando volvió
                a hablar, lo hizo con voz seria, tan llena de bondad y amor que Beverly se sintió a
                punto de llorar-. Gracias a Dios que lo has hecho, Bev. Lo digo en serio. Gracias a
                Dios.
                   Kay Mccall, una ex diseñadora que se casó rica, se divorció más rica aún y
                descubrió el feminismo en 1972, tres años antes de que Beverly la conociera. En
                el momento culminante de su controvertida popularidad, se la acusó de haber
                abrazado el feminismo después de usar leyes arcaicas y machistas para sacar a
                su esposo, un industrial, hasta el último centavo de lo que la ley permitía.
                   --¡Tonterías! -había asegurado Kay a Beverly, cierta vez-. Los que dicen eso
                nunca se acostaron con Sam Chacowicz. Unas cosquillas, dos sacudidas y a otra
                cosa: ése era el lema de Sammy. la única vez que aguantó más de sesenta
                segundos fue masturbándose en la bañera. Yo no lo estafé; me limité a cobrar mi
                sueldo de soldado con retroactividad.
                   Escribió tres libros: uno sobre el feminismo y la mujer trabajadora, otro sobre
                feminismo y familia y el tercero sobre feminismo y espiritualidad. Los dos primeros
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