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Seis de mayo. Frederick Cowan. Dos años y medio. Apareció en el baño de la
planta alta, ahogado en el inodoro.
--Oh, Mike -exclamó Beverly.
--Sí, horrible -repuso él, casi con furia-. ¿No crees que me doy cuenta?
--¿La policía -preguntó ella-está convencida de que no pudo ser... bueno, una
especie de accidente?
Mike sacudió la cabeza.
--La madre estaba tendiendo ropa en el patio trasero. Oyó el ruido de un forcejeo
y un grito de su hijo. Corrió tanto como pudo. Mientras subía la escalera dice
haber oído que el depósito del baño se vaciaba repetidas veces. Y, la risa de
alguien. Dijo que no parecía humana.
--¿Y no vio a nadie? -preguntó Eddie.
--A su hijo -dijo Mike-. Tenía la columna rota y el cráneo fracturado. La mampara
de la ducha tenía el vidrio roto. Había sangre por todas partes. La madre está
ahora en el Instituto de Salud Mental de Bangor. Mi... mi informante policial dice
que ha enloquecido.
--No me extraña, joder -dijo Richie con voz ronca-. ¿Quién tiene cigarrillos?
Beverly le dio uno. Richie lo encendió con mano temblorosa.
--La teoría policial es que el asesino entró por la puerta de la calle mientras la
señora Cowan tendía ropa en el fondo. Después, mientras ella subía por la
escalera de atrás, suponen que él saltó desde la ventana del baño al patio que ella
acababa de abandonar. Pero la ventana es muy pequeña. A un chico de siete
años le costaría pasar por allí. Y caería desde siete metros y medio. A rademacher
no le gusta hablar de estas cosas y ningún periodista (ninguno del News, por
cierto) lo ha presionado al respecto.
Mike tomó un sorbo de agua y pasó otra fotografía. Ésta no había sido tomada
por la policía: era otra foto escolar. Mostraba a un niño sonriente, de unos trece
años, vestido con sus mejores galas, con las manos pulcramente cruzadas en el
regazo, pero con un destello travieso en los ojos. Era negro.
--Jeffrey Holly -dijo Mike-. El trece de mayo. Una semana después de que
asesinaron al niño Cowan. Vientre desgarrado. Lo encontraron en el parque
Bassey, junto al canal.
Nueve días después, el veintidós de mayo, un niño de quinto curso, John Feury,
apareció muerto en Neibolt Street.
Eddie emitió un gritito agudo y tembloroso. Buscó a tientas su inhalador y lo hizo
caer de la mesa. El artefacto rodó hasta Bill, que lo recogió. La cara de Eddie
había tomado un color amarillo enfermizo. El aliento le silbaba fríamente en la
garganta.
--¡Denle algo de beber! -bramó Ben-. Que alguien le consiga...
Pero Eddie movió la cabeza. Accionó su inhalador contra la garganta y el pecho
le dio una sacudida. Volvió a accionar el aparato otra vez y se reclinó en el asiento
con los ojos entornados, jadeando.
--Ya pasará -jadeó-. Dadme un minuto y estaré con vosotros.
--¿Estás seguro, Eddie? -preguntó Beverly-. Quizá te convendría acostarte...
--Ya pasará -repitió él-. Fue sólo... la impresión.
Ya me comprendéis. La impresión. Me había olvidado completamente de Neibolt
Street.