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"Déjalo, -se dijo, no por primera vez-. Si no puedes justificarlo, déjalo."
                   Muy buen consejo; el problema consistía en que no podía seguirlo. Recordó que,
                un día después de haber visto a la momia en el canal congelado, su vida había
                seguido como de costumbre; el niño sabia que eso había estado muy cerca de
                atraparlo, pero su vida se- guía: fue a la escuela, hizo su examen de aritmética,
                visitó la biblioteca al salir de clase y comió con su buen apetito habitual.
                Simplemente había incorporado a su vida lo que había visto en el canal y si había
                estado a punto de morir en sus manos... Bueno, los chicos estaban siempre al
                borde de la muerte. Cruzaban la calle a toda carrera y chapoteaban en el lago,
                hasta descubrir súbitamente que ya no hacían pie; caían de las barras para
                aterrizar sobre el culo; y de los árboles, directamente de cabeza.
                   En ese momento, de pie bajo la leve llovizna, frente a la ferretería Trustwhorty
                que en 1958 había sido casa de empeño ("Frati Hermanos", recordó Ben; los
                escaparates estaban siempre llenos de pistolas, rifles, navajas de afeitar y
                guitarras colgadas, como animales exóticos), se le ocurrió que los chicos eran más
                capaces cuando se trataba de casi-morir; también para incorporar lo inexplicable a
                la vida. Creían, implícitamente, en el mundo invisible. Los milagros, tanto los
                blancos como los negros, debían ser tornados en consideración pero no detenían
                el mundo, bajo ningún concepto. A los diez años, una súbita conmoción de belleza
                o de terror no estaba reñida con dos buenas salchichas con queso a la hora del
                almuerzo.
                   Pero cuando uno crecía, todo eso cambiaba. Uno ya no permanecía despierto
                en la cama, seguro de que algo acechaba en el ropero o rascaba la ventana...
                pero cuando algo pasaba de verdad, algo más allá de la explicación racional, los
                circuitos se sobrecargaban. Uno empezaba a retorcerse y hacia cosas raras con
                los nervios. No podía incorporar lo ocurrido a la experiencia vital. No lo digería. Su
                mente insistía en volver a "Eso", tocándolo ligeramente con las zarpas, como el
                gatito con un ovillo de hilo, hasta que, llegado el momento, se volvía loco o llegaba
                a un punto en el que ya era imposible seguir funcionando.
                   "Y si tal cosa ocurre -pensó Ben-, "Eso" me habrá atrapado. A todos nosotros.
                Estaremos listos."
                   Echó a andar por Kansas Street, sin conciencia de estar dirigiéndose a ningún
                lugar en especial. Y de pronto pensó: "¿Qué hicimos con el dólar de plata?"
                   Atún no lo recordaba.
                   "El dólar de plata, Ben... Beverly te salvó la vida con él. Tal vez a todos... y
                especialmente a Bill. Eso estuvo a punto de destriparme antes de que Beverly...
                ¿hiciera qué cosa? ¿Y cómo pudo dar resultado? Ella lo hizo retroceder y todos la
                ayudamos pero ¿cómo?"
                   De pronto, una palabra acudió a él, una palabra que no tenía ningún significado
                pero que le erizó la piel: "Chüd".
                   Bajó la mirada a la acera y, por un momento, vio la forma de una tortuga
                dibujada con tiza; el mundo pareció arremolinarse ante sus ojos. Los cerró con
                fuerza y, cuando volvió a abrirlos, vio que no era una tortuga: sólo una rayuela
                medio borrada por la lluvia.
                   "Chüd".
                   ¿Qué significaba?
                   --No lo sé -dijo en voz alta.
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