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rosa. Así como, el súbito destello del sol en el brazalete que Beverly Marsh llevaba
                en el tobillo había arrojado una flecha de algo mis primitivo que el amor y el afecto
                hacia su corazón, aquel último día de clases de 1958, así también le había
                afectado la visión de la braguita rosa. Recordaba haberse sentado ante una mesa
                de la biblioteca infantil para pensar en ese inesperado espectáculo durante veinte
                minutos, encendidas las mejillas y la frente, con un libro sobre historia de los
                trenes abierto ante él, sin leer. Su pene era una dura ramita dentro de los
                pantalones, una rama que había hundido sus raíces hasta él vientre. Se imaginó
                casado con ella, en una casita de las afueras y disfrutando de placeres que no
                comprendía en absoluto.
                   Los sentimientos habían pasado, con tanta brusquedad como habían aparecido,
                pero nunca más pudo pasar bajo la escalera sin mirar hacia arriba. No volvió a ver
                nada tan interesante o conmovedor (cierta vez una gorda que bajaba con lento
                cuidado, y él apartó la vista apresuradamente, avergonzado, como un violador).
                pero el hábito persistió. Y ahora, ya adulto, acababa de repetirlo.
                   Caminó lentamente por el corredor acristalado notando otros cambios. Había
                carteles amarillos que rezaban: "A la OPEP le encanta que usted malgaste
                energía eléctrica. ¡Ahorre un vatio!", pegados sobre los interruptores. Cuando
                entró en ese mundo a escala reducida, de mesas y sillas de madera blanca, ese
                mundo donde las fuentes de agua estaban a un metro veinte de altura, vio que las
                fotos enmarcadas no eran de Dwight Eisenhower y Richard Nixon, sino de Ronald
                Reagan y George Bush.
                   Pero...
                   Esa sensación de algo ya vivido volvió a abatirse sobre él. Quedó indefenso y
                sintió el aturdido horror del hombre que, tras media hora de chapotear inútilmente,
                descubre que la costa no se acerca, que se está ahogando.
                   Era la hora de los cuentos. En el rincón, un grupo de diez o doce pequeños
                había formado un semicírculo de sillas diminutas y escuchaba.
                   -¿Quién camina, "trip-trap", sobre mi puente? -leyó la bibliotecaria, con el tono
                grave y gruñón del duende del cuento.
                   Y Ben pensó: "Cuando levante la cabeza veré que es la señorita Davies, sí, será
                la señorita Davies y no habrá envejecido un solo día."
                   Pero, cuando ella levantó la cabeza, Ben vio, a una mujer mucho más joven de
                lo que había sido la señorita Davies, aun en aquel entonces.
                   Algunos de los niños se taparon la boca para reír, pero otros se limitaron a
                observarla; sus ojos revelaban la fascinación eterna del cuento de hadas: ¿sería
                derrotado, el monstruo...?
                   --Soy yo, Billy el cabrito, quien camina, "trip-trap", sobre tu puente -prosiguió la
                bibliotecaria.
                   Y Ben, pálido, pasó a su lado.
                   "¿Cómo puede ser el mismo cuento? El mismísimo cuento. ¿Voy a creer que se
                trata sólo de una coincidencia? Pues no lo creo... ¡Maldita sea, no lo creo!"
                   Se inclinó hacia la fuente de agua. Tuvo que agacharse tanto como Richie
                cuando hacía sus reverencias orientales, diciendo: "Salami, salami..."
                   "Debería hablar con alguien -pensó, presa del pánico-. Con Mike, con Bill, con
                alguien. ¿Sería cierto que alguien está ligando pasado y presente o es sólo mi
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