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imaginación? Porque si es cierto, no estoy seguro de estar preparado para tanto.
                Yo..."
                   Cuando miró hacia el escritorio, su corazón pareció detenerse por un momento,
                antes de empezar a latir al doble de la velocidad habitual. El cartel era simple,
                directo... y familiar: "Recuerda el toque de queda. 19 horas. Policía de Derry".
                   En ese instante todo pareció aclararse para él. Todo volvió en un horrible
                destello de luz. Comprendió entonces que la votación hecha durante la comida era
                inútil. No había modo, de retroceder, no hubieran podido. Estaban todos sobre un
                sendero tan predeterminado, como, el sendero, de recuerdos que lo había hecho
                levantar la mirada al pasar bajo la escalera de caracol. Allí, en Derry, había un eco
                mortífero, y sólo cabía esperar que ese eco pudiera ser alterado lo suficiente para
                que les permitiera escapar con vida.
                   --Cielos -murmuró, frotándose una mejilla con la palma de la mano.
                   --¿Puedo ayudarlo, señor? -preguntó una voz a la altura de su codo.
                   Ben dio un pequeño respingo. Era una muchacha de unos diecisiete años, de
                pelo rubio oscuro, que llevaba recogido a los lados de la cabeza con hebillas
                rectas. Ayudante de bibliotecaria, por supuesto; también las había habido en 1958.
                Eran estudiantes de secundaria que ordenaban los libros en los estantes,
                enseñaban a los pequeños a usar el fichero, ayudaban con los deberes escolares
                y orientaban a los desconcertados estudiantes con las bibliografías y las notas al
                pie. Se les pagaba una miseria, pero siempre había jovencitas dispuestas a
                hacerlo, porque era un trabajo agradable.
                   Analizando con más atención la cara simpática pero interrogante de la chica,
                recordó que él ya no tenía nada que hacer allí: era un gigante en la tierra de los
                pequeños. Un intruso. Si en la biblioteca para adultos se había sentido incómodo
                por la posibilidad de que alguien lo mirara o le dirigiera la palabra, allí, en cambio,
                le resultaba un alivio. Para empezar, demostraba que él seguía siendo adulto. El
                hecho de que la muchacha no usara sujetador bajo su camisa también lo alivió en
                vez de excitarlo: si necesitaba alguna prueba de que estaba en 1985 y no en
                1958, la tenía en los visibles puntos de los pezones contra la tela de algodón.
                   --No, gracias -dijo. Luego, sin motivo, se oyó agregar-: Estaba buscando a mi
                hijo.
                   --¿Sí? ¿Cómo se llama? Tal vez lo haya visto. -La chica sonrió-. Conozco a casi
                todos los que vienen.
                   --Se llama Ben Hanscom -dijo él-. Pero no lo veo por aquí.
                   --Dígame cómo es y si lo veo le daré un mensaje.
                   Ben comenzaba a incomodarse y a lamentar haberse metido en eso.
                   --Bueno, es bastante gordito y se me parece un poco. Pero no se preocupe,
                señorita. Si lo ve, dígale que su padre estuvo aquí, camino de casa.
                   --Lo haré -dijo ella, sonriendo.
                   Pero la sonrisa no le llegó a los ojos y Ben comprendió súbitamente que ella no
                se había acercado a hablarle por simple cortesía ni por voluntad de ayudar. Era
                ayudante en la biblioteca infantil de una ciudad donde, en los últimos ocho meses,
                nueve niños habían sido asesinados. Viendo a un desconocido en ese mundo a
                escala reducida, donde los adultos rara vez entraban, como no fuera para dejar a
                sus hijos o para recogerlos, cualquiera sospechaba, naturalmente.
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