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descansillo de la escalera en una horrible ducha. Una gota había caído en la
                artrítica mano de un viejo que leía el "Wall Street Journal". Le corría por los
                nudillos, sin que él la viera, sin que la sintiera.
                   Ben tomó aliento, seguro que a continuación vendría el grito, inconcebible en el
                silencio de esa lluviosa tarde primaveral, tan chocante como el corte de un
                cuchillo... o una boca llena de hojas de afeitar.
                   En cambio, lo que surgió en un torrente desigual, tembloroso, balbuceando y no
                gritando, como en plegaria, fueron estas palabras:
                   --Hicimos balines con él, por supuesto. Convertimos el dólar de plata en balines
                de plata.
                   El señor de la gorra de chófer que había estado estudiando los dibujos de
                Vargas, levantó ásperamente la vista.
                   --Tonterías -dijo.
                   Ahora sí, la gente levantó la mirada. Alguien chistó al viejo.
                   --Perdón -dijo Ben, en voz baja y temblorosa. Tenía la vaga conciencia de que el
                sudor le corría por la cara y de que tenía la camisa pegada al cuerpo-. Estaba
                pensando en voz alta...
                   --Tonterías -repitió el anciano, levantando un poco el tono-. No se pueden hacer
                balas de plata con dólares de plata. Es un error. Cosa de historietas. El problema
                es la gravedad específica...
                   De pronto apareció la señorita Danner.
                   --Tendrá que guardar silencio, señor Brockhill, -dijo con amabilidad-. La gente
                está leyendo...
                   --Ese hombre está enfermo -dijo Brockhill, mientras volvía a su libro-. Déle una
                aspirina, Carole.
                   Carole Danner miró a Ben con expresión preocupada.
                   --¿De veras se siente mal, señor Hanscom? Sé que es una terrible descortesía
                decir esto, pero se le ve muy mal.
                   Ben dijo:
                   --Almorcé... comida china. No me ha caído bien.
                   --Si quiere descansar, en la oficina del señor Hanlon hay un catre. Podría...
                   --No. Gracias, pero no.
                   Lo que deseaba no era descansar, sino salir de allí. Levantó la vista hacia el
                descansillo. El vampiro había desaparecido. Pero había algo atado a la barandilla
                de hierro forjado que rodeaba el descansillo: un globo. Y en su abultada superficie
                se leía una frase: "¡Que te diviertas! ¡Esta noche morirás!"
                   --Su carnet ya está listo -dijo ella, apoyándole una mano en el brazo-. ¿Todavía
                lo quiere?
                   --Si, gracias -dijo Ben. Aspiró profunda y trémulamente-. Lamento este
                problema.
                   --Espero que se recupere -dijo ella.
                   --No daría resultado -dijo el señor Brockhill, sin levantar la vista de los dibujos ni
                quitarse la pipa apagada de la boca-. Invento de las malas novelas. Las balas
                saldrían a tumbos.
                   Y Ben, hablando otra vez sin saber lo que iba a decir, dijo:
                   --Eran balines, no balas. Enseguida nos dimos cuenta de que no podríamos
                hacer balas. Porque éramos niños. Yo tuve la idea de...
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