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Eddie, sonriente, se acercó un poco más... y entonces se evaporó su sonrisa. El
largo edificio de ladrillos, donde se recibían las cargas, se reparaban los camiones
y se almacenaba mercadería por poco tiempo, estaba oscuro y silencioso. Crecían
las hierbas por entre la grava y ya no había camiones en los patios laterales: sólo
una cabina, herrumbrosa y opaca.
Al acercarse un poco mas, distinguió un cartel de "Se vende" en la ventana.
Tracker Hermanos ha desaparecido, se dijo, sorprendido ante la tristeza que le
causaba la idea, como si alguien hubiera muerto. Entonces se alegró de no haber
ido a Broadway Oeste. Si la empresa de transportes que parecía eterna, se había
acabado, ¿qué habría sido de esa calle por la que tanto le gustaba caminar de
niño? Comprendió intranquilo, que prefería no saberlo. No quería ver a Greta
Bowie con el pelo encanecido y las caderas engrosadas por exceso de silla, de
bebida y de comida. Era mejor, más seguro, mantenerse lejos.
"Eso es lo que todos deberíamos haber hecho: mantenernos lejos. No tenemos
nada que hacer aquí. Volver al sitio donde uno ha crecido es como hacer una de
esas descabelladas pruebas de contorsionista: meterse los pies en la boca y
tragarse a uno mismo, hasta que nada queda. No se puede hacer, y cualquiera en
su sano juicio debería alegrarse de que no sea posible. De cualquier modo, ¿qué
habrá sido de Tony y Phil Tracker?"
En el caso de Tony, un ataque cardiaco, tal vez. Tenía unos treinta y cinco kilos
de más. Y con el corazón había que tener cuidado. Los poetas escribían mucho
sobre los corazones deshechos y Barry Manilow los nombraba en sus canciones;
a Eddie le parecía bien (él y Myra tenían todos los discos de Barry Manilow), pero
él prefería hacerse un buen electrocardiograma todos los años. Sí, claro: el
corazón de Tony habría renunciado a ese mal empleo. ¿Y Phil? Mala suerte en las
carreteras, quizá. Eddie, que también se ganaba la vida conduciendo (antes, al
menos; últimamente sólo conducía para los famosos y pasaba el resto de sus días
conduciendo un escritorio) conocía bien la mala suerte que acecha en las rutas. El
viejo Phil podía haber caído por un barranco, en Nueva Hampshire o en los
bosques de Tainesville, al norte de Maine, a causa del hielo en la carretera, o por
haberle fallado los frenos bajo la lluvia. Eso, o cualquiera de las cosas que se
decían en las canciones country sobre camioneros. Conducir escritorios podía ser
un trabajo solitario, pero Eddie, que había estado tras el volante más de una vez,
con el inhalador en el tablero, reflejado fantasmagóricamente en el parabrisas (y
un bote de píldoras en la guantera) sabía que la verdadera soledad era un borrón
rojizo: el color de las luces traseras del coche que iba delante, reflejadas en el
pavimento mojado por una lluvia torrencial.
--Oh, Dios, cómo pasa el tiempo -dijo Eddie Kaspbrak en un susurro. Ni siquiera
se dio cuenta de que había hablado en voz alta.
Sintiéndose enternecido y triste al mismo tiempo (estado más común en él de lo
que habría podido creer), rodeó el edificio. Sus costosos mocasines crujían en la
grava. Por fin estuvo frente al terreno donde se jugaba al béisbol cuando él era
niño... cuando, al parecer, el noventa por ciento del mundo estaba hecho de niños.
El lugar no había cambiado mucho, pero bastó un vistazo para convencerlo de
que ya no se jugaba allí; la tradición había muerto, simplemente, en algún
momento de los años transcurridos.