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sonido hueco. Belch se acercó para patearle el culo con tanta fuerza, que el chico
Phillips había corrido a su casa, aullando, con un agujero en los fondillos. Nadie
más rió, al menos por fuera. Eddie se dijo que, si Richie Tozier hubiera estado allí,
no habría podido evitarlo y Belch lo hubiera mandado al hospital.
Belch era igualmente lento como bateador; era fácil ganarle de mano y, si
pegaba una, hasta el más torpe de los "infielders" se le adelantaba sin problemas.
Pero cuando pegaba una, la enviaba muy, muy lejos. Las dos veces que Eddie vio
a Belch enviar una pelota por sobre la cerca fueron dos maravillas. La primera
nunca fue recobrada, aunque diez o doce chicos la buscaron largamente por el
terraplén que se hundía en Los Barrens.
La segunda sí fue recobrada. La pelota pertenecía a otro chico de sexto curso
(Eddie no recordaba su nombre, pero los otros le llamaban "Estornudo" porque
siempre estaba resfriado) y había estado en uso por media primavera y medio
verano de 1958. Como resultado, ya no era la creación esférica casi perfecta, de
cuero blando y costura roja que saliera de la caja; tenía manchas de hierba y
varios cortes. Sus costuras empezaban a aflojarse en un lado. Eddie, que solía
recobrar las pelotas perdidas cuando el asma se lo, permitía (disfrutando el
indiferente "¡Gracias!" con que se la recibían los jugadores) sabía que pronto
alguien traería cinta engomada para emparcharla, a fin de que les sirviera por una
semana más.
Pero antes de que llegara ese día, un muchacho de séptimo curso, con el
extraño nombre de Stringer Dedham, arrojó hacia Belch Huggins una pelota con lo
que él llamaba "cambio de velocidad". belch calculó perfectamente el "pitch" (las
pelotas lentas eran su especialidad) y bateó con tanta fuerza que la envejecida
pelota de Estornudo perdió su cubierta que cayó a uno o dos metros de la
segunda base, como, una gigantesca polilla blanca. La pelota en sí continuó
subiendo hacia un glorioso crepúsculo, desmadejándose. En el trayecto, mientras
los chicos seguían su curso en maravillado silencio, pasó por encima del
alambrado y continuó. Eddie recordaba que Stringer Dedham había dicho
"¡Menudo golpe!", con voz pasmada de asombro. La pelota seguía dibujando una
senda en el cielo. Todos vieron el cordel que se iba soltando. Tal vez antes de que
cayera, seis muchachos treparon por la alambrada. Eddie recordó que Tony
Tracker, riendo, había gritado:
¡Ésa parecía salida del Yankee Stadium! ¿Me oís? ¡Del Yankee Stadium tendría
que haber salido, joder!
Fue Peter Gordon quien encontró la pelota, no lejos del arroyo que el Club de los
Perdedores cerraría con un dique, menos de tres semanas después. Lo que
restaba no medía más de siete centímetros de diámetro, que no se hubiera roto el
cordel era una especie de milagro.
Por tácito acuerdo, los niños llevaron los restos de aquella pelota a Tony
Tracker, quien la examinó sin decir palabra, rodeado de niños igualmente
silenciosos. Visto desde lejos, el grupo aparentaba una solemnidad casi religiosa:
la veneración de una reliquia. Belch Huggins ni siquiera corrió de base en base.
Estaba entre los otros, como, si no tuviera idea exacta de dónde estaba. Lo que
Tony Tracker le devolvió aquel día, era más pequeño, que una pelota de tenis.
Eddie, perdido en esos recuerdos, caminó desde el sitio, donde había estado, la
meta, cruzando el montículo, del "pitcher" (sólo que no era un montículo, sino una