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Por la razón que fuese, al terminar aquella primera reunión como grupo
completo en julio de aquel año, la reunión en la que Bill se había hecho cargo del
grupo de un modo tan completo y sin esfuerzos, ella estaba locamente enamorada
de él. Decir que era un deslumbramiento de colegiala era como definir el Rolls-
Royce diciendo que es un vehículo de cuatro ruedas. Ella no reía como una tonta
ni se ruborizaba al verlo; tampoco escribía su nombre con tiza en los árboles o en
las paredes del Puente de los Besos. Simplemente vivía con su cara en el
corazón, constantemente, con una especie de dolor dulce, perenne. Hubiera
muerto por él.
Resultaba natural, posiblemente, que deseara ver en él al autor de ese poema
de amor... aunque nunca había llegado a convencerse de eso. No, ella había
sabido quién era el autor del poema. Y más tarde, en algún momento, ¿no lo
había reconocido el mismo chico que se lo había enviado? Sí, Ben se lo había
dicho (aunque ahora no podría recordar, ni por todo el oro del mundo, en qué
circunstancias lo había dicho en voz alta), y hasta ese momento había ocultado su
amor tan discretamente como ella ocultaba el que sentía por Bill,
("pero tú se lo dijiste, Bevvie, le dijiste que lo amabas, sí)
para cualquiera que supiera mirar (y que fuera bondadoso) eso era evidente en
el modo en que él dejaba siempre alguna distancia entre ambos, en su manera de
aspirar súbitamente cuando ella le tocaba el brazo o la mano, en el hecho de que
él se vistiera con más cuidado cuando sabía que iba a verla. Querido, gordo,
dulce, Ben.
Ese difícil triángulo preadolescente había terminado. Cómo había terminado era
otra de las cosas que aún no podía recordar. Tenía la sensación de que Ben había
confesado haber escrito y enviado ese pequeño poema de amor. Que ella había
dicho a Bill que lo amaba y que lo amaría eternamente. Y de algún modo, esas
dos confesiones habían ayudado a salvar la vida de todos... ¿o no? No lo
recordaba. Esos recuerdos (o esos recuerdos de recuerdos) eran como islas que
no eran islas sino, vértebras de una misma espina dorsal coralina, que asomaba
sobre el nivel del agua, no separada, sino en una sola pieza. Sin embargo, cuando
trataba de profundizar más para ver el resto, intervenía una imagen
enloquecedora: la de los grajos que volvían a Nueva Inglaterra cada primavera
atestando los cables telefónicos, los árboles y los tejados, llenando con sus
disputas y sus chismorreos el aire del deshielo. Esa imagen acudía a ella una y
otra vez, ajena y perturbadora como una onda de radio.
Súbitamente se dio cuenta de que estaba ante la lavandería automática donde
ella, Stan Uris, Ben y Eddie habían lavado los trapos aquel día de junio: trapos
manchados con una sangre que sólo ellos podían ver. Ahora las ventanas estaban
empañadas con jabón; pegado a la puerta había un cartel escrito a mano: "Dueño
vende". Espiando entre las pinceladas de jabón, Beverly vio un local vacío con
cuadrados de un amarillo más claro allí donde habían estado las máquinas de
lavar.
"Estoy yendo a casa", pensó, horrorizada, pero siguió caminando.
El vecindario no había cambiado mucho. Faltaban algunos árboles más:
probablemente, olmos atacados por alguna enfermedad. Las casas lucían algo
más abandonadas. Había más ventanas rotas que en su infancia. Algunos vidrios
rotos habían sido reemplazados por cartón, otros no.