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pechos. ¿Por qué...? Entonces, intrusa, surgió la imagen mental de miles de
                grajos en los cables telefónicos y los tejados, todos parloteando bajo el blanco
                cielo de primavera.
                   "Ahora me marcharé. Ya he llamado dos veces; es suficiente."
                   Pero llamó otra vez.
                   ¡Chin-chong!
                   Entonces oyó que alguien se acercaba y el ruido era exactamente el que había
                imaginado: el cansado susurro de viejas zapatillas. Miró alrededor, aterrorizada, y
                estuvo a punto de salir disparada. ¿Podría bajar por el camino de cemento y
                doblar la esquina dejando pensar a su padre que había sido sólo una travesura de
                chicos? ¿Eh, señor, tiene Tío Pepe en botella...?"
                   Dejó escapar el aliento con brusquedad y tuvo que tragar saliva. Porque lo que
                estaba a punto de brotar fue una risa de alivio. No era su padre, por cierto. De pie
                en el umbral, mirándola, había una mujer que ya se acercaba a los ochenta años.
                Tenía pelo largo y hermoso, casi completamente blanco, pero con vetas de oro
                purísimo. Tras los anteojos sin montura se veían ojos tan azules como el agua de
                los fiordos que, probablemente, habían despedido a sus antepasados. Llevaba un
                vestido de seda purpúrea, raído, pero aún digno. Su rostro arrugado era
                bondadoso.
                   --¿Sí, señorita?
                   --Disculpe -dijo Beverly. La necesidad de reír había pasado en un instante. Notó
                que la anciana lucia un camafeo en la garganta. Debía de ser marfil auténtico
                rodeado por una banda de oro tan fino que resultaba casi invisible-. Creo que me
                he equivocado de timbre. -"O lo pulsé mal a propósito", susurró su mente-.
                Buscaba el apartamento de Marsh.
                   --¿Marsh? -La frente se cubrió de delicadas arrugas.
                   --Si, verá...
                   --"Aquí" no hay ningún Marsh -dijo la anciana.
                   --Pero...
                   --A menos que... No se refiere a "Alvin" Marsh, ¿verdad?
                   --¡Sí! -dijo Beverly-. ¡Mi padre!
                   La mano de la anciana se elevó para tocar el camafeo. Miró a Beverly con más
                atención haciéndola sentir ridículamente joven, como si fuera una niña que iba a
                vender pastitas o etiquetas buscando donaciones para el equipo de fútbol.
                Entonces la anciana sonrió... una sonrisa amable que era, sin embargo, triste.
                   --Caramba, señorita, no me gusta ser la que le dé una mala noticia, justamente
                una desconocida, pero su padre murió hace cinco años.
                   --Pero... en el timbre...
                   Beverly miró otra vez y emitió una exclamación aturdida, que no llegaba a risa.
                En su agitación, en su certeza inconsciente de que su padre aún estaría allí, había
                confundido "Kersh" con "Marsh".
                   --¿Usted es la señora Kersh? -preguntó, aturdida por la noticia sobre su padre,
                pero también sintiéndose estúpida por el error; la señora la tomaría por analfabeta
                o poco menos.
                   --En efecto --dijo la anciana.
                   --¿Y usted... conoció a mi padre?
                   --Muy poco -dijo la señora Kersh.
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