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La infusión parecía oscura, lodosa. A Beverly no le apetecía mucho beberla... y
de pronto se dijo que no quería estar allí.
"Bajo el timbre, decía Marsh", le susurró su mente, de súbito, y tuvo miedo.
La señora Kersh le pasó el té.
--Gracias -dijo Beverly. Aunque pareciera lodo, su aroma era maravilloso. Lo
probó. Sabía bien. "Deja de asustarte por cualquier cosa", se dijo-. Esa cómoda de
cedro, es una pieza estupenda.
--¡Ah, es una antigüedad! -dijo la señora Kersh.
Y rió. Beverly notó que la belleza de la anciana tenía un solo defecto, bastante
común en la zona del Norte: sus dientes eran muy feos; fuertes sí, pero feos,
amarillos; los dos incisivos estaban cruzados. Los caninos parecían muy largos,
casi colmillos.
"Eran blancos; cuando abrió la puerta sonrió y tú misma notaste que eran muy
blancos."
De pronto su miedo creció. De pronto sintió la necesidad de estar lejos de allí.
--¡Muy antiguo, sí! -exclamó la señora Kersh y bebió el contenido de su taza de
un solo trago, con un súbito y sorprendente ruido absorbente. Miró a Beverly, le
"sonrió", y ella vio que sus ojos también habían cambiado. Las córneas eran
amarillas, ancianas, surcadas por legañosas vainillas rojas. Su pelo era mis ralo; la
trenza parecía desnutrida, sin sus reflejos dorados, de un tono gris opaco.
--Muy antiguo -siguió la señora Kersh sobre su taza vacía mirando astutamente
a Beverly con sus ojos amarillentos. Sus dientes torcidos volvieron a aparecer en
una sonrisa repulsivo, casi libidinosa-. Me acompañó desde la patria. ¿Las
iniciales talladas, R. G.? ¿Las ha visto usted?
--Si. -Su voz parecía provenir desde lejos. Una parte de su cerebro insistía: "Si
ella no se da cuenta de que has notado el cambio, tal vez no corras peligro, si ella
no se da cuenta y no ve que..."
--Mi padre -dijo ella. Beverly vio que también el tono de su vestido había
cambiado. Se había convertido en un negro escabroso que se iba deshaciendo. El
camafeo era un cráneo, cuya mandíbula colgaba en una mueca morbosa-. Se
llamaba Robert Gray, más conocido por el apodo de Bob Gray, más conocido
como Pennywise el Payaso Bailarín. Aunque ése tampoco era su nombre. Pero a
él le gustaban sus chistes.
Volvió a reír. Algunos dientes se le habían puesto tan negros como el vestido.
Las arrugas de su piel eran más profundas. El rosa lechoso de su cutis se había
convertido en un amarillento enfermizo. Sus dedos eran garras. Sonrió a Beverly.
--Coma algo, querida.
Su voz se había elevado media octava, pero en ese registro sonaba cascada,
casi el ruido de una puerta de cripta que se balanceara sobre goznes llenos de
tierra negra.
--No, gracias, -se oyó decir Beverly con la voz aguda de la criatura que piensa
oh-me-tengo-que-ir. Las palabras no parecían originarse en su cerebro. Antes
bien, brotaban de su boca y tenían que llegar hasta sus oídos para que ella tuviera
conciencia de lo que había dicho.
--¿No? -preguntó la bruja, siempre sonriente.
Sus garras manotearon el plato. Empezó a meterse en la boca, con las dos
manos, finas pastitas de melaza y delicados trozos de tarta. Sus horribles dientes