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desgarraban y mordían; sus uñas, largas y sucias, se clavaban en los dulces; las
                migas caían por la laja huesuda de su mentón. Su aliento tenía el olor de viejos
                cadáveres reventados por los gases de su propia descomposición. Su risa era un
                carcajeo mortífero. Su pelo, era más ralo; aquí y allá dejaba ver el cuero
                cabelludo.
                   --Oh, a mi padre le gustaban sus chistes. Esto es un chiste, señorita, por si le
                gustan: mi padre me parió antes que mi madre. ¡Me caló por el culo! ¡J, j, j!
                   --Tengo que irme -se oyó decir Beverly con la misma voz aguda y herida, la de
                una niña a la que se ha avergonzado cruelmente en su primera fiesta.
                   No había fuerza en sus piernas. Tuvo la vaga conciencia de que en su taza no
                había té sino mierda líquida, pequeño recuerdo de las cloacas que corrían bajo la
                ciudad. Y ella había bebido parte de eso; no mucho pero sí un sorbo. "Oh Dios,
                por favor, por favor..."
                   La mujer estaba encogiéndose ante sus ojos. Enflaquecía. Ahora era una vieja
                con cara de manzana marchita que reía con una voz aguda y chillona,
                meciéndose.
                   --Oh, mi padre y yo somos una sola cosa -dijo-, sólo él, sólo, yo. Y usted,
                querida, si es prudente huirá, volverá corriendo a su casa, porque quedarse será
                peor que morir. En Derry nadie muere de verdad. Usted ya lo sabía; ahora lo
                confirma.
                   Beverly, a cámara lenta, recogió sus piernas. Como desde fuera, se vio a si
                misma poniéndose de pie y retrocediendo de la mesa y de la bruja, en un tormento
                de horror e incredulidad. Por primera vez comprendía que esa pequeña mesa de
                comedor, tan pulcra, no era de roble oscuro sino de cobertura de chocolate. Aun
                ante sus ojos, la bruja, siempre riendo, con los ojos amarillentos y viejos
                astutamente desviados hacia el rincón, partió un trozo y se lo puso ávidamente en
                la trampa negra que era su boca.
                   Las tazas eran de barquillo blanco, cuidadosamente rodeado con cobertura
                teñida de azul. Los cuadros de Jesús y de John Kennedy eran creaciones de
                azúcar casi transparente. Mientras ella los observaba, Jesús le saco la lengua y
                Kennedy le dedicó un guiño lascivo.
                   --¡Te estamos esperando! -aulló la bruja. Sus uñas se clavaron en la mesa
                trazando profundos surcos en la superficie de chocolate-. ¡Oh sí, sí!
                   Las luces que pendían del techo eran glóbulos de caramelo. Bajó la mirada y vio
                que sus zapatos estaban dejando huellas en las tablas del suelo, que no eran
                tablas sino barras de chocolate. El olor a dulce era sofocante.
                   "Oh, Dios, es el cuento de Hansel y Gretel. Es la bruja, la que siempre me daba
                miedo porque se comía a los niños..."
                   --¡A ti y a tus amigos! -vociferó la bruja, riendo, ¡A ti y a tus amigos! ¡En la jaula!
                ¡En la jaula hasta que el horno esté caliente!
                   Mientras ella bramaba de risa, Beverly corrió hacia la puerta, pero corría como,
                en cámara lenta. La carcajada de la vieja se le arremolinaba alrededor de la
                cabeza como una nube de murciélagos. Beverly chilló. El vestíbulo hedía a azúcar,
                chocolate y dulce de café, a horribles fresas sintéticas. El pomo de la puerta,
                imitación cristal cuando ella entró, era en ese momento un monstruoso diamante
                de azúcar.
                   --Me preocupas, Bevvie... Me preocupas "mucho".
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