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Y allí estaba ya, frente al 127 de Main Street, bajos. Aún seguía en el mismo
sitio. La pintura blanca desconchada que ella recordaba se había convertido en
pintura marrón desconchada, pero la casa seguía siendo inconfundible. Allí estaba
la ventana de lo que había sido su cocina; allí, la ventana de su habitación.
("¡Jim Doyon, sal inmediatamente de la calle! ¿Quieres que te atropelle un
coche?")
Se estremeció cruzando los brazos contra el pecho con los codos envueltos en
las palmas.
"Bien podría ser que papá aún viviera aquí. Oh, sí, él no pensaba cambiar de
casa mientras pudiese evitarlo. No tienes más que acercarte, Beverly. Mira los
buzones. Tres buzones para tres apartamentos, como en los viejos tiempos. Y si
hay uno que diga "Marsh", puedes tocar el timbre y muy pronto oirás un arrastrar
de zapatillas por el pasillo, se abrirá la puerta y podrás ver al hombre cuyo
esperma te hizo pelirroja, zurda y con habilidad para el dibujo. ¿Recuerdas qué
habilidad tenía él para el dibujo? Podía dibujar lo que se le antojara. Cuando tenía
ganas, claro. Y eso no ocurría con frecuencia. Creo, que tenía demasiadas
preocupaciones. Pero cuando tenía ganas, tú te sentabas por horas enteras a
observar, mientras él dibujaba gatos, perros, caballos y vacas con un "muuuu"
saliéndole de la boca en un globito. Tú reías y él también reía. Y después él decía:
"Ahora tú, Bevvie", y tú sostenías la pluma mientras él te guiaba la mano, y el
gato, la vaca o el hombre sonriente salían bajo tus propios dedos, mientras olías
su colonia para después de afeitar y el calor de su piel. Sube, Beverly. Toca el
timbre. Sadrá y verás que es viejo, que tiene arrugas profundas en la cara y que
sus dientes, los que queden, son amarillos. Te mirará diciendo caramba pero si es
Bevvie, Bevvie ha venido a visitar a su viejo papá, pasa Bevvie, cuánto me alegro
de verte. Me alegro, porque siempre me preocupas, Bevvie, me preocupas
"mucho""
Caminó lentamente por el sendero, de entrada y las hierbas que crecían entre
las resquebrajadas baldosas de cemento le rozaron los vaqueros. Miró
atentamente las ventanas de la planta baja, pero estaban cubiertas por cortinas.
Observó los buzones. Segundo piso, "Starkweathers". Primer piso, "Burke". Planta
baja (perdió el aliento), "Marsh".
"Pero no voy a tocar el timbre. No quiero verlo. No voy a tocar el timbre."
¡Por fin una decisión firme! ¡La decisión que abriría las puertas a una vida plena
y útil de decisiones firmes! ¡Volvió por el camino! ¡Volvió al centro! ¡Subió al hotel!
¡Hizo las maletas! ¡Tomó un taxi! ¡Un avión! ¡Dijo a Tom que desapareciera! ¡Vivió
triunfalmente! ¡Murió feliz!
Tocó el timbre.
Oyó el campanilleo familiar en el salón, sones que siempre le habían parecido
un nombre chino: ching-chong. Silencio. No hubo respuesta. Pasó el peso del
cuerpo de un pie a otro; de pronto necesitaba orinar.
"No hay nadie en casa -pensó, aliviada-. Ahora me puedo marchar."
Pero volvió a tocar: chin-chong. No hubo respuesta. Pensó en el encantador
poemita de Ben y trató de recordar exactamente cuándo y cómo había confesado
su autoría, y por qué, por un breve instante, lo había asociado a su primer período
menstrual. ¿Acaso había tenido la primera regla a los once años? No, sin duda,
aunque a mediados de invierno habían comenzado a crecerle dolorosamente los