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--Baja a jugar, Eddie -dijo la voz, al otro lado del alambrado.
                   Y Eddie reconoció, con horror próximo al desmayo, la voz de Belch Huggins,
                asesinado en los túneles bajo Derry en agosto de 1958. Allí estaba Belch, en
                persona, trepando por el terraplén al otro lado de la cerca.
                   Llevaba un uniforme de béisbol de los Yankees, lleno de hojas otoñales y
                manchado de verde. Era Belch, pero también el leproso, una criatura odiosamente
                levantada de la húmeda tumba en que había pasado largos años. La carne de su
                cara pesada pendía en hilachas y surcos pútridos. Tenía un ojo vaciado. En su
                pelo se agitaban cosas. Llevaba en una mano un guante de béisbol lleno de moho.
                Hundió los dedos putrefactos de la mano derecha en los rombos de la alambrada
                y, cuando los enroscó, Eddie oyó un horrible ruido de "chapoteo" que estuvo a
                punto de volverlo loco.
                   --Ésa podría haber salido del Yankee Stadium -dijo Belch, sonriendo. Un sapo,
                nocivamente blanco y pataleante, cayó de su boca al suelo-. ¿Me oyes? ¡Ésa
                podría haber salido del maldito estadio de los Yankees! Y a propósito, Eddie,
                ¿quieres que te la chupe? Lo hago por diez centavos. Demonios, te lo hago gratis.
                   La cara de Belch se transformó. La nariz bulbosa, como de gelatina, cayó hacia
                adentro, revelando dos canales de carne viva, los que Eddie había visto en sus
                sueños. Su pelo se hizo áspero, más retirado de las sienes y blanco como
                telaraña. La piel podrida de la frente se desgarró, descubriendo el hueso blanco,
                cubierto de una sustancia mucosa, como los lentes empañados de un reflector.
                Belch había desaparecido; ahora estaba allí lo que había aparecido bajo el porche
                del 29 de Neibolt Street.
                   --Bobby cobra sólo diez -croó, mientras empezaba a trepar por el alambrado,
                dejando trozos de carne en los rombos de los hilos cruzados. La cerca tintineaba
                bajo su peso. Allí donde tocaba la enredadera, el verde se volvía negro-. Te lo
                hace donde estés. Cinco más por otra vez.
                   Eddie trató de gritar, pero no emitió sino un chirrido seco, sin sentido. Sus
                pulmones parecían la ocarina más vieja del mundo. Bajó la mirada a la pelota que
                tenía en la mano y, de pronto, el objeto empezó a exudar sangre por entre los
                cordeles. Las gotas cayeron a la grava y le salpicaron los mocasines.
                   La arrojó y dio dos pasos atrás, tambaleándose, con los ojos dilatados,
                frotándose las manos en la pechera de la camisa. El leproso había llegado a lo
                alto de la cerca. Su cabeza se balanceaba recortada contra el cielo: una silueta de
                pesadilla, como las máscaras de la noche de Brujas. Sacó la lengua: un metro de
                lengua que descendió por la cerca como una serpiente.
                   Estaba allí... y al segundo siguiente había desaparecido.
                   No se borró como los fantasmas de película; simplemente desapareció de
                repente. Pero Eddie oyó un sonido que confirmaba su solidez esencial: un "pop",
                como el de una botella de champán descorchada. Era el ruido del aire que se
                precipitaba a llenar el vacío allí donde había estado el leproso.
                   Giró en redondo y echó a correr, pero no pudo avanzar tres metros antes de que
                cuatro formas tiesas surgieran de entre las sombras bajo la plataforma de carga.
                Al principio pensó que eran murciélagos y se cubrió la cabeza, gritando. Luego vio
                que eran- cuadrados de lona, los mismos que los muchachos habían usado de
                bases para jugar allí.
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