Page 384 - Microsoft Word - King, Stephen - IT _Eso_.DOC.doc
P. 384
En 1958, el rombo del terreno de juego no había estado demacrado por líneas
de cal, sino por huellas abiertas por los pies al correr. No había bases, en realidad;
los niños que iban a jugar allí (todos mayores que los perdedores, aunque Eddie
recordó, en ese momento, que Stan Uris jugaba con ellos de vez en cuando; como
bateador era sólo pasable, pero corría mucho y tenía reflejos de ángel) tenían
siempre cuatro trozos de lona sucia guardados bajo la plataforma de carga.
Cuando se reunía un grupo suficiente, las lonas se retiraban con aire de
ceremonia; al caer el crepúsculo al extremo de impedir el juego, se las volvía a
guardar con la misma ceremonia.
Eddie no vio rastros de las huellas abiertas. Los hierbajos crecían profusamente
entre la grava. Aquí y allá se veían botellas de refrescos y cervezas, rotas y
centelleantes. En los viejos tiempos, esos fragmentos de vidrio habrían sido
retirados. Lo único que permanecía igual era la alambrada de la parte trasera, de
tres metros y medio, herrumbrada como sangre seca. Enmarcaba el cielo en
muchas hileras de rombos.
"Esto era territorio familiar -pensó Eddie, divertido, con las manos en los
bolsillos, ocupando el mismo sitio que había sido la meta, veintisiete años atrás-.
Por encima de la alambrada y hacia Los Barrens. Eso se llamaba El Automático."
Rió con ganas y se volvió para mirar, nervioso, como si fuera un fantasma el que
reía en voz alta, no un tipo bien vestido, de posición tan sólida como... como...
"Vamos, Eds -pareció susurrar la voz de Richie-. De sólido no tienes nada y en
los últimos años los momentos de felicidad han sido pocos y raros, ¿no?".
--Sí, es cierto -reconoció Eddie en voz baja, mientras pateaba algunos guijarros.
En verdad, sólo había visto pasar dos pelotas sobre esa alambrada, ambas
lanzadas por el mismo chico: Belch Huggins. Belch era enorme, casi hasta lo
ridículo. A los doce años media ya un metro ochenta y pesaba unos ochenta kilos.
Lo llamaban Belch (eructo) porque era capaz de eructar con asombrosa potencia.
En sus mejores momentos parecía un cruce entre rana-toro, con cigarra. A veces
se golpeaba rápidamente la boca con la mano, mientras eructaba, emitiendo un
sonido que parecía un ronco grito indio.
Belch era enorme, sin llegar a gordo, recordó Eddie, pero se hubiera dicho que
no era voluntad de Dios que un niño, de doce años alcanzara tamaña corpulencia:
si no hubiera muerto ese verano, habría llegado al metro noventa y cinco; tal vez
habría aprendido, mientras tanto, cómo maniobrar con ese cuerpo descomunal por
un mundo de personas más pequeñas. Quizá habría aprendido a moverse con
desenvoltura. Pero a los doce años era torpe y perverso; no llegaba a ser
retardado pero, casi lo parecía, por la falta de gracia de sus movimientos. No tenía
en absoluto los ritmos naturales de stanley; era como si su cuerpo no se hablara
con su cerebro y existiera en su propio cosmos de truenos lentos. Eddie recordaba
la tarde en que una pelota baja, lenta y larga había sido lanzada directamente
hacia la posición de Belch, en el campo exterior. Belch no necesitaba siquiera
moverse. Permaneció mirando hacia arriba, con el guante levantado en un gesto
casi sin objetivo y la pelota, en vez de hundirse en su guante, le pegó
directamente en la coronilla, produciendo un sonido hueco. Fue como si la
hubieran arrojado desde tres pisos de altura sobre el techo de un automóvil.
Rebotó hasta alcanzar más de un metro de altura y bajó limpiamente al guante de
Belch. Un desdichado, de nombre Owen Phillips, festejó con una carcajada aquel